Sin embargo el paso
del tiempo ha
hecho que se perdieran o cegaran la mayoría de los
habitáculos subterráneos por diferentes causas:
El deterioro, que imposibilita su uso, ya que el terreno donde se
asienta Aranjuez es necesariamente húmedo, el agua discurre
hacia el río por debajo del pueblo y
geológicamente el
terreno es gredoso, lo que hace poco prácticas estas
estancias,
salvo para el cultivo del champiñón, supongo.
Por otro lado en ocasiones su existencia ha sido simplemente olvidada
-también por falta de uso-, especialmente cuando el acceso
no se
encuentra dentro de una vivienda sino que, siendo comunales, se
localizan en un rincón de un patio o corrala de
difícil
acceso.
En cuanto a los hipotéticos túneles, todo el
mundo habla
de ellos, añadiendo que alguien a quien conocen -nunca ellos
mismos-, los han visto y recorrido:
Se trataría de pasadizos subterráneos que
comunicaran
edificios importantes, palacios, iglesias, cocheras de carruajes, casas
de Postas, dependencias de la corte,... por motivos
estratégicos
obligados al secreto. O por motivos banales y escandalosos, que
obligaran a mayor secreto aún.
Su existencia es dudosa, al menos en la magnitud en que es imaginada,
aunque la idea es muy popular en la historiografía local,
porque
para los autóctonos explican u organizan historias
truculentas o
indecentes referidas a la nobleza, la realeza, la clerecía,
la
corte en general que siempre habitó el pueblo, donde caben
relatos de amores, guerras, infidelidades, conspiraciones, complots;
actividades que requieren del ocultamiento, historias a las que en
Aranjuez las gentes son muy aficionadas y -se non e vero, e ben
trovato-, dan pistas sobre hechos reales, simpatías y
antipatías del pueblo.
Y como Eugène ha logrado entusiasmarme en alguna forma
perversa
-me temo que no muy científica-, acepté la
posibilidad
que me planteaba, sin discutir. A costa de algunas páginas
de mi
novela.
Aquella pedanía de Aranjuez, punto que parece indicar su
misteriosa pista, es de construcción relativamente reciente
en
todo caso, y muy reciente considerando las pretendidas indicaciones del
mensaje que presuntamente contiene.
No es óbice ello, sin embargo, si consideramos una cadena
que se
desplaza a lo largo del tiempo -en paralelo con el tiempo-,
¡y
vuelta a empezar!...¡Qué imaginación
desbordante la
suya!
-Todo ello suponiendo que no se trate de un mensaje apócrifo
–trataba de explicarme.
Yo me dejaba convencer, íntimamente avergonzado por ello.
(...)
Nos dirigimos a la bodega en su coche, para encontrar que se halla
actualmente en funcionamiento comercial.
Sobre su forma de conducir, me reservo la opinión, por el
momento.
El Cortijo está a unos cinco o seis Kilómetros de
Aranjuez, por carretera descuidada, a unos diez minutos en
automóvil. Cinco minutos en el caso de
Eugène...(dije que
no iba a opinar).
La bodega formaba un todo con la iglesia y las casas bajas de la
pedanía, habitada en su mayoría por colonos
llegados en
diferentes oleadas.
Se trata -como el casco viejo que la cubre en toda su
extensión-, de una construcción
neoclásica situada
en una de las pedanías de Aranjuez, repoblada ex-profeso por
la
monarquía para atender las necesidades de la cocina de la
corte
mediante sus huertas regadas por el río y sus azudes o
acequias,
sus ganaderías autóctonas y exóticas y
los
aborígenes cultivos de secano en la meseta, como la
sandía y el melón, traídos de Levante,
probablemente.
Y por supuesto, sus viñas ancestrales, con especies
escogidas y reconocidas.
La bodega, como dije, había sido recientemente re abierta
como
tal, habiendo permanecido olvidada durante cien años, siendo
tan
sólo utilizada esporádicamente para el cultivo
del
champiñón, como acertadamente supuse.
Es de obra sólida, bien diseñada y planificada
para su
uso, y sirve de base a todas las construcciones originales de la
pedanía, teniendo comunicación con alguna de las
casas,
alguna abertura exterior que sirve de respiradero, y dos entradas
importantes, una de ellas principal, porticada, a pie del suelo,
aprovechando el desnivel entre las tierras bajas de la ribera y las
más elevadas donde se asienta la pedanía.
Esta entrada, a la derecha de la iglesia y por debajo de ella,
según se viene de Aranjuez, es de factura cuidada, de estilo
barroco, y suficientemente grande para permitir a la vez el paso de dos
carruajes de caballos de los de la época de su
construcción.
La bodega se podía visitar: Era una táctica
comercial acertada.
Efectivamente, existía la galería cegada.
No estaba realmente oculta. Simplemente no se imaginaba a
dónde
pudiera llevar. Nadie la recordaba ni figuraba en los planos, que se
habían elaborado recientemente. Si no se sabía
que estaba
allí, o se buscaba, no había señales
que la
indicaran.
Aparentaba otro muro de ladrillos más de los que
interrumpían la galería abovedada.
Enladrillada, si se prestaba atención, en época
más reciente que el resto de las paredes.
Tampoco ahora era sencilla su localización, porque
lógicamente el muro liso se había aprovechado:
como apoyo
de una gran tinaja, muy alta y ancha en el centro, sin duda un adorno,
por no ser accesible, pues su boca rozaba el techo, a pesar de la
altura de éste -Esta clase de tinajas solía
situarse,
como me explicó Eugène, usando un segundo piso
sobre cuyo
suelo aparecía la boca, porque su altura era superior a un
piso
de edificación normal, y su volumen proporcional, medido en
arrobas. Su factura era de un pueblo de la zona muy conocido por este
tipo de alfarería-, y una gran cuba de madera de roble que
descansaba horizontal sobre un trípode, también
de
madera, donde reposaba uno de los reservas de la marca del actual
propietario.
Estos detalles dan una idea de la amplitud y grandeza de la
construcción.
Al dirigirnos directamente allí, siguiendo las indicaciones
del
documento que ella portaba -que evitó enseñarme-,
y
verificar los datos, con un golpe seco y comparando con las paredes
adyacentes se apreciaba nítidamente el sonido a hueco
esperado:
El muro no aparentaba ser muy grueso, a juzgar por el eco.
Nos preguntamos -me pregunté-, qué
íbamos a contar
al propietario para poder averiguar qué había
detrás de la pared.
En mi novela, pensé, lo resolvería sin
dificultad:
calculando una hora nocturna adecuada para asaltar, sin testigos y
armados de herramientas adecuadas, la pared. Derribarla a la luz de una
linterna y descubrir el gran misterio...
Eugène pensó con más rapidez, o ya
había premeditado una solución mejor.
Simplemente se dirigió al dueño de la bodega, que
acompañaba a otros visitantes, le abordó y le
explicó que, según un plano consultado en la
Biblioteca
Nacional, que le mostró, tras esa pared -y señalo
la
interfecta-, había otra galería y otra estancia
amplia.
Que ella se lo explicaría con detalle y le
gustaría
colaborar en el descubrimiento, para complementar su Tesis doctoral.
Y que el negocio se vería incrementado
económicamente.
Para mi sorpresa, el propietario se interesó de inmediato y
quedaron en dos días para proceder al descubrimiento.
Evidentemente, Eugène era experta en muchas cosas.
En este caso, mostró su naturaleza francesa, hablando el
castellano con un acento que yo no reconocí, pero que tuvo
su
efecto.
Diciendo la verdad a medias, si es que a mí me la
había
dicho, se presentó como enóloga experta de una
firma
vitícola de Burdeos que nombró con mucha
naturalidad y al
propietario no debió sonar mal, o eso dio a entender.
En una rápida charla entre
“connasseurs”, de la que
no entendí gran cosa, hablaron de diferentes tipos de uvas,
francesas, españolas, híbridas, las de esa misma
pedanía,... hasta que Armando se convenció,
demasiado
rápidamente, a mi juicio, de que valía la pena
escuchar a
aquella francesita.
Yo no sabría decir si es que Eugène realmente
entendía de vinos, uvas, aromas, bouquet, o es que Armando
se
dejó guiar por el marcado acento que ella utilizaba.
Eugène me comentó luego que Armando no
sabía gran
cosa, porque le colocó con naturalidad varias
tonterías
que él no detectó y aceptó como la
Biblia.
Tampoco él se sorprendió de la juventud y buena
figura de tal aspirante a doctorado.
O más bien tuvo un peso importante tal circunstancia. La de
la
figura, no la del doctorado, a juzgar por las miradas de reconocimiento
que el tal Armando le dirigía.
Yo actué -involuntariamente y molesto por ello-, de
convidado de piedra.
Ni siquiera fui presentado (digamos que Armando me tomó por
otro
francés, impedido en tal medida por la dificultad insalvable
del
idioma como para ni siquiera intercalar una palabra; no
sabía
decir nada en castellano, y por eso no hablaba, pudo suponer).
Pero a mi pesar -y me preguntaba por qué-, cada vez que ella
miraba o señalaba la pared en cuestión, la
bóveda,
la cuba, la tinaja gigante, dándole la espalda visual, la
vista
de Armando se dirigía a sus pechos, su cadera, su
cintura,...
aunque siempre asentía, seriamente convencido.
El caso es que pasado mañana colaboraremos activamente en el
descubrimiento de la sala que Eugène bautizó -sin
ningún fundamento y con todo descaro-, la Cripta Privada de
Godoy, denominación -de origen-, que a Armando le
pareció
deliciosa, más que perfecta. Y científica. Genial
también, dijo.
Por suerte, Armando estaba muy liado con unos clientes japoneses,
presuntos compradores de un cierto volumen, que evidentemente eran una
competencia excesiva a los encantos de la futura doctora, por lo que
hubo de abandonarnos, muy a su educado pesar, con la promesa de
concretar telefónicamente la cita, usando el
número de
móvil que Eugène le facilitó.
Arriesgado, pensé, dar tal teléfono al tal
Armando.
Desde luego, yo no era objetivo en ese momento.
Lo comenté después, algo picado por mi papel nulo
en la maniobra.
-Le he dado el móvil de mi profesor de filología
griega,
bête –me comentó, mientras
volvíamos al
coche-. Un tipo muy simpático.
-¿Uno de tus amigos? –traté de
molestar. Tampoco
quise saber qué significaba
“bête”.
-Sí –me miró divertida-. Debiera estar
jubilado,
pero no sabría qué hacer fuera de la
cátedra. Y
muchos jóvenes envidiarían sus ganas de vivir.
-¡Ah! –fingí sentirme más
tranquilo.
Había sacado su móvil y llamaba a un
número de su agenda, mientras volvíamos hacia el
Golf.
-¿¡Don Simón!? -gritó al
auricular-
¡Aquí Eugène!....Sí....
Pasado
mañana... Asegúrese de coger los detalles, aunque
yo los
controlaré por mi cuenta en cualquier caso. (Pausa larga)
No.
Mejor no venga. Creo que es una pista falsa -pausa, sonrisa-.
¡Hasta pronto!
-Es algo sordo –se disculpó-. Pero su cerebro
funciona mejor que en sus ochenta anteriores años.
-¿Don Simón? –No se me
ocurrió otra cosa:
Existía una marca de vino de mesa con ese nombre-
¡Entenderá de vinos también!
Me avergoncé de mi chiste malo y forzado. Estaba celosillo.
-No seas majadero –puso ella cara de enfado-. Don
Simón solo bebe Drambuie.
(...)
-¿Por qué piensas que es una pista falsa?
Volvíamos a Aranjuez, en su Golf. Conducía como
un piloto
de fórmula uno con fiebre. Es decir, a gran velocidad, pero
con
poca pericia, con voluntad, pero sin reflejos, pero con una
convicción indiscutible...
No había comentado nada referente a su forma de conducir al
venir, temiendo que fuera peor, aunque mi mano derecha sobre la
sujeción lateral debía ser ilustrativa. Ahora
tampoco me
atreví... La carretera, además, era realmente
nefasta.
-Por la construcción –dijo Eugène- No
cuadra con la época.
-¿Pero vamos a comprobarlo?
-¡Por supuesto! –asintió vehemente-.
Cabe una remota
posibilidad. Puede haber habido una manipulación, en el
tiempo
–pegó un volantazo y derrapamos sobre la gravilla
del
arcén-. También puede tratarse de una maniobra
para
confundir, para evitar indeseables.
-¡Una auténtica pista falsa!
–quería ser ingenioso.
-Sí –mi paradójica ironía no
fue apreciada.
No se la notaba familiarizada con la supuesta sutileza de mi
improvisado oximorón.
Enfiló la recta arbolada a una velocidad inadecuada, por
exceso. El coche parecía despegar en cada bache.
-¿Tenemos prisa? –intercalé, tratando
de parecer casual.
-Disculpa –Me entendió, menos mal.
Relajó la
presión sobre el pedal de aceleración- Es ese
Armando, un
estúpido con suerte.
-Olvídalo –me relajé en parte. Mis
celos se esfumaron.
-Es que le he hecho pasar un tinto de Bourdeaux por un blanco del Rhin,
en una zona imposible hasta para un aficionado –nuevo
acelerón-. ¡Y me ha dicho dónde lo
probó!
Me agradó su curiosa inocencia. Me tranquilizó en
parte.
¡Si no estuviera preocupado por mi integridad
física, me
sentiría, por un instante, feliz!
-Bueno -nuevo sobresalto automovilístico-. No
sabía que fueras tan sensible con el vino.
-Lo llevo dentro -frenazo brusco, derrape, y enfilar la cuesta por el
arcén-.
-Pensé que eras las setas, o los tartufos esos
-murmuré
para mí-. ¡La automoción
también, al
parecer! –Ahora tampoco me oyó-.
-¿Qué? –aflojó un poco al
entrar en población-. Estaba pensando en otra cosa...
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