Pero al no disponer
de ulteriores
motivos para comentar nuestra estrambótica aventura
(Eugène no había llamado), decidí
finalmente
volver a la rutina, bendita rutina: el pan (Mila), el
periódico,
el trabajo...
Que tuvo como consecuencia la conclusión de un
capítulo
que ya no pensaba repasar, y el perfilado de otros dos, que ya
tenía bastante acabados, a falta de detalles.
Detalles que me venían sugeridos por la propia presencia de
Eugène en mi rutinaria vida. De algo había de
servir.
Mi optimismo no estaba justificado en ningún sentido, pero
mi
percepción acerca de su inocencia -ante la
“patinada” de que había sido testigo-,
me
satisfacía. Aunque ella pareciera sospecharlo con
antelación.
Mi rol de espectador parecía otorgarme una cierta ventaja,
en
cualquier caso. Aquella chiquilla no me iba a complicar la vida, como
parecía pretender.
Y todo ello me impulsó a adelantar trabajo.
En el literario, me encontraba cubierto, según mi propia
opinión.
Y era un buen momento para afrontar las desagradables pero ineludibles
cuestiones técnicas y mercantiles inherentes a toda obra de
este
tipo.
Decidí llamar a Ángel.
Mi amigo es un cínico, misógino, que se acuesta
con todo
lo que se le pone por delante -si tiene tetas-, sin ningún
escrúpulo, aunque él, inocentemente
según mi
opinión, pretende que elige cómo, cuando y con
quién.
Y que adora con entusiasmo al becerro de oro: Ese ridículo
mundo
infantil donde la gente pretende amar, odiar, y tan sólo
destroza sus corazones.
Marta no opina lo mismo con respecto a la elección-, pero no
se
lo dice a él, sino a mí, sospecho que con
intención de hacerme cómplice de su supuesta
deslealtad.
Su situación profesional, la de Marta, hacía
tiempo que
superaba ese ámbito estricto de lo laboral, no
sólo en
cuestiones domésticas, pero Ángel no se daba por
aludido,
y aceptaba la presencia de Marta en su vida personal como algo tan
irremediable y habitual que no se daba cuenta, pensaba yo, de lo
importante que ella era. Y, claro, no lo valoraba. No sólo
en el
aspecto económico...
Pero como no entendí que Marta le diera tal importancia -o
bien
ella seguía su particular criterio, que no
compartía sino
raramente conmigo-, nunca comentaba yo nada, menos aún
estando
los tres presentes.
Su juicio personal sobre mí, el de Ángel, puede
ser acertado; según él, sincero.
A mí me resulta difícil admitir su
filosofía
cínica y a la vez su sinceridad; una de las dos es falsa,
lógicamente.
He de admitir por otro lado que, desde un punto de vista profesional,
Ángel resulta competente e irreprochable: Mis papeles y mis
cuentas están siempre correctos y al día, y sus
consejos
parecen acertados y lucrativos, sin rozar -como le tengo
encarecidamente advertido- la especulación, la
ingeniería
económica, el truco. Sin atender a su dios, que no es el
mío.
Yo no lo necesito, y mis principios me lo impiden. Él lo
sabe, y me consta que cumple.
Fuera del despacho, con nosotros, parece otra persona; aquella otra
persona.
Nos conocemos desde poco antes de secundaria, y a menudo me cuesta
reconocer en el serio y elegante abogado del despacho de la calle
Orense a mi compañero de tantas trastadas impresentables.
Probablemente lo que sucedía entre Ángel y yo es
que
sosteníamos una mutua envidia, por expresarlo de alguna
manera.
Estábamos juntos desde el colegio, y ya entonces, aunque no
fuéramos totalmente conscientes de ello -especialmente yo,
que
siempre he tendido al autismo-, competíamos, al tiempo que
manteníamos una amistad que para nosotros era más
necesaria que emotiva, porque sólo entre nosotros
podíamos tratar ciertos temas o plantearnos determinados
retos,
aun cuando nuestros puntos de vista acerca de la vida ya entonces eran
muy distantes. Yo competía deportivamente, incluso cuando me
constaba que a él le movía el interés,
y sus
escrúpulos resultaban muy limitados para mi gusto.
La competencia en realidad la solía plantear él
-porque a
mí no me agradaba- en todo campo, dentro y fuera de lo
puramente
académico, y así continuábamos igual:
soportándonos y necesitándonos irremisiblemente.
Pero sí es cierta -al menos por mi parte-, la envidia. No
tanto
de los logros económicos y sociales, que nunca me han movido
y
en los que, en alguna forma, estamos a la par, sino por su actitud
cínica ante la vida, que en ocasiones me gustaría
adoptar
con objeto de ahorrarme sufrimientos probablemente inútiles.
Oficialmente, desprecio su forma de entender su relación con
el
otro sexo, aunque sospecho que el lobo que habita en mí -que
quizá tenga la cara de Ángel-, le envidia en este
terreno. A la vez, y por su tono exaltado, que seguramente oculta un
intento de disculpa, deduzco que Ángel tampoco
está tan
satisfecho con su situación como quiere dar a entender; y
por
eso la defiende ante mí, cuando lo que hace es hablar
consigo
mismo y de nuevo compararse conmigo como referencia ineludible, como
modelo improbable.
Dispone de lo que el dinero y el poder pueden dar, como siempre
deseó. Y hace uso de esa disposición en todos los
aspectos. Pero las apariencias sólo satisfacen el ego un
corto
tiempo y, como la droga, saturan, siendo necesario elevar la dosis para
conseguir el perdido placer, buscar sensaciones nuevas que se superen a
sí mismas, aquellos paraísos artificiales o
perdidos que
soñaba Baudelaire.
No sé hasta qué punto ha llegado Ángel
en esa
batalla contra sí mismo. Me consta que sus cambios
frecuentes de
secretaria -de segunda secretaria, porque Marta siempre está
ahí-, obedecen a la búsqueda de esas nuevas
sensaciones,
para nada relacionadas con el trabajo, porque Marta cubre sobradamente
sus necesidades en este sentido, en mayor medida de lo que
él
puede alcanzar a sospechar.
Aunque tengo la sensación, por algunas insinuaciones que
él me ha hecho, que quizá haya entrado o
esté
meditando entrar en terrenos donde lo heterosexual se diluye en tierra
de nadie, con el sólo afán de experimentar. O
quizá se trata de algo metafórico, porque se
muestra
vago, y no me cuadra en la imagen de Ángel, que tengo tan
asumida, el recurso a probar, porque sí, en un terreno que
me
consta que le desagrada profundamente.
No lo puedo entender en cualquier caso porque es un camino en el que -a
falta de la experiencia directa que él posee-, yo ando
completamente perdido. Mi visión del mundo es
platónica,
y la suya, evidentemente, aristotélica. Así,
él
parece estar perfectamente integrado en el mundo en que vivimos,
mientras que yo, desfasado, levito en la nada, aunque en una
situación relativamente cómoda: No necesito
pelear por un
dinero que no me hace falta, y me satisfacen mis escasas pero intensas
experiencias heterosexuales.
Un factor que destruye toda esta simplificación que estoy
haciendo es Marta.
Su papel aparentemente arbitral, inocuo, es determinante en alguna
forma que no acabo de comprender.
Aparentemente ella eligió casarse con Ángel, y lo
logró. Pero parece reprocharme a mí el
desinterés
en esa batalla donde ella era el trofeo. Y luego lo admite comprensiva.
En cierta forma, tampoco me ha perdido. Ni ganado, quiero pensar.
(Aunque aquella tarde,... Pero yo estaba muy borracho).
La he visto de reojo observarnos con interés, como desde una
posición más elevada, cuando teorizamos sobre
esto, o
sobre algún otro tema, llegados a una cierta
alteración
provocada casi siempre por el alcohol, alteración a la que
sólo Ángel sabe llevarme.
Ella nos observa y quizá nos controla: He observado que, de
una
u otra forma, siempre se acaba haciendo lo que ella había de
antemano decidido.
Brigitte, su hija, es quizá su gran logro, y cuando la
obtuvo,
en cierta medida se hizo a un lado para seguir observándonos
y
decidiendo en gran medida sobre nuestro futuro: Ni se le
ocurrió
plantear batalla cuando Ángel le pidió el
divorcio. Le
constaba que la causa no era otra mujer, otra chica. Y ella
permaneció donde quería, con Brigitte.
Su control llega también a mí, cuando yo no
debiera tener
nada que ver, ni ser de su incumbencia. Pero estoy convencido de que
muchas de las sugerencias de Ángel -en general acertadas-
proceden de su inspiración. De la de Marta. Que se ocupa de
hacérmelo saber discretamente, por otro lado.
Comprendo que para Ángel la relación con Marta es
especial, de dependencia, molesta, aunque él insiste en que
ella, desde lo de Brigitte, simplemente lo tiene chantajeado.
Puede ser. Pero eso sólo explica parcialmente el asunto.
Mi papel es menos claro.
Yo, al menos aparentemente, no mostré interés en
disputársela a Ángel, y quizá es lo
que ella
parece reprocharme.
Con lo que nuestra interconexión resulta bastante
extraña. Y, por supuesto, por mi parte,
platónica, como
no podía ser de otro modo. Salvo aquella vez...
Ante la extrañeza que a menudo me provoca toda esta
situación, reconozco que yo también he cambiado
de alguna
manera, y de forma tácita nos comportamos como cliente y
comerciante obsequioso, al menos delante de sus empleados.
Marta es diferente. Ella sabe, o cree saber.
Pero raramente coincidimos en su trabajo; y si se da el caso, que los
tres tratamos de evitar, nadie reconocería a los clientes
habituales de un club madrileño caro y reservado donde somos
discretamente conocidos, y no por separado: Estamos muy bien educados
en nuestra común hipocresía social.
Gema, la joven secretaria que contrató recientemente
Ángel (con la supervisión de Marta, aunque
él
simule ignorarlo), nunca es invitada a tal club, como ninguna de sus
predecesoras lo ha sido; existen otros sitios discretos que, aunque me
son sugeridos o podría intentar adivinar, al menos yo no
conozco
personalmente, ni me atraen.
Gema es una de sus contrataciones típicas. Tendentes al
abuso en todos los sentidos, según mi punto de vista.
Por algo, me cayó simpática (me gustó)
ella, Gema,
y por eso traté de incidir ante Ángel en su
relación, en una ocasión.
-Pero Juan –Ángel no suele utilizar diminutivos ni
motes,
aunque no le sean desconocidos. Lo que no le impide ser impertinente
cuando quiere-, simplemente gasto mi dinero negro en lo que me da la
gana. ¡Lo que pasa es que tú eres un
“pringao”!¡Es que eres muy inocente!.
Él quería no parecer enfadado por mi
intromisión. Aproveché para insistir.
-Esa muchacha –trataba de hablar en serio- tiene la edad de
tu hija.
-Mi hija está en la universidad –pensativo. Y
enfadado-. ¡No me la recuerdes!
Marta, aquí, guardaba silencio. No le interesaba entrar en
ese
terreno, y sabía que una maniobra elusiva en este momento
sería más eficaz. En una especie de imaginario
juramento
“sub rosa”, que nunca tuvo lugar, nos
permitíamos
olvidar quién era quién durante unos cortos pero
imprescindibles periodos, y yo había transgredido la regla,
aunque Marta no me lo reprochó.
Mi papel allí, no asumido, resultaba un poco
extraño, y
ni yo mismo lo comprendía. Ni que admitieran de
mí
intromisiones personales que yo no hubiera aceptado, viniendo de ellos.
(Ese papel, que no pude definir en el momento, quedó sin
embargo
interrogando mi subconsciente, en espera de mejor momento...)
Pero me había motivado Gema.
Quizá me recordaba a alguien.
¿A Brigitte?...
Claro, yo sabía que la hija de Ángel y la de
Marta eran
la misma persona, aunque en sus conversaciones agrias parecieran dos
diferentes.
Conocía su historia con detalles que probablemente ninguno
de
ellos, por separado, sospechaban. Incluso la conocía a ella,
a
Brigitte, cosa que quizá sus padres...
Pero no tenía derecho.
Y cambié de conversación, con evidente alivio de
Marta, y
cierta molestia de Ángel: Tenían, evidentemente,
los
papeles cambiados.
Había muchas otras cosas, importantes, que tratar.
Esta última escena, entre tantas otras que había
ido
encadenando -quizás menos vívidas-, fue la que,
por una
asociación de ideas cuyo nexo no pude detectar, pasaba por
mi
mente mientras me decidía a llamar a Ángel.
Incompleta, fallida escena. Sugerente, en algún sentido que
se me escapaba.
En una leve inspiración, se me apareció la
“marca” que Eugène decía que
me era
característica. Existía una relación,
que se me
escapaba...
Pero ya había marcado, el pitido de llamada sonaba.
Ángel
me atendería, como siempre, allá donde
estuviéramos.
-¿Ángel?... Sí, Juan... Pues
aquí, en las
Rías Bajas, abusando del marisco,... No, la Queimada la
reservo
para San Juan, que es pronto. Hay otras cosas,... Sí,
verás, es que te quería comentar,...
Sí, la fecha
de entrega la tengo grabada a fuego en..., Ya, pero lo que yo quiero es
que discutas el volumen,... Menos páginas..., Es que me han
surgido algunas ideas que prefiero aprovechar en otra novela,... Claro.
Pero sí puedes discutirlo, negociarlo con el editor,...
¡A
mí no me hace caso! Bueno, yo te cuento, y tú se
lo
explicas, y me lo solucionas... Mi idea es terminar,..
¿Qué dónde? En O Grove,
-mentía con una
naturalidad asombrosa en mí-, como siempre. Sabes que esto
me
inspira. Lo que yo quiero es acabar antes esta entrega, para empezar
otra, que ya tengo pergeñada, casi,... Ya. Por eso te llamo
a
ti... No, el tiempo es excelente. Por la mañana temprano
niebla,
y luego sol casi todo el día... Orvalla, no es lo mismo...
¡No!,¡No! No mandes papeles.
Arréglatelas...
Sí, las gallegas, como siempre, con su acento delicioso,...
¡No, que va!... ¿Y Marta? –Yo
sabía que por
aquí íbamos a cortar- Claro, claro...Pues lo
dicho... Que
sí, que yo sé que
tú,...¡Hasta pronto! ...
No, no llames, porque suelo desconectar... Sí. Lo mandas a
“insacular”, y ya lo veré...
¡Gracias!¡Lo mismo para ti!... Pronto....
¡Déjame en paz!.
Y colgué.
Repasé mis necesidades, por si había olvidado
dejar claro algún punto:
Reducir el tamaño de la novela, sin adelantar su entrega, a
cambio de la promesa de otra nueva en un breve plazo. Creía
hacerme entender. Y a mi editor sabía que le
convendría.
Tendría que aceptar. Me sentía satisfecho.
Por una vez, parecía tener las ideas claras.
Parecía que Eugène había venido
acompañada de la suerte.
|