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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO VII

Ángel

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Tenía que reconocer que me estaba divirtiendo, a pesar de mi papel pasivo.

Pero al no disponer de ulteriores motivos para comentar nuestra estrambótica aventura (Eugène no había llamado), decidí finalmente volver a la rutina, bendita rutina: el pan (Mila), el periódico, el trabajo...

Que tuvo como consecuencia la conclusión de un capítulo que ya no pensaba repasar, y el perfilado de otros dos, que ya tenía bastante acabados, a falta de detalles.

Detalles que me venían sugeridos por la propia presencia de Eugène en mi rutinaria vida. De algo había de servir.

Mi optimismo no estaba justificado en ningún sentido, pero mi percepción acerca de su inocencia -ante la “patinada” de que había sido testigo-, me satisfacía. Aunque ella pareciera sospecharlo con antelación.

Mi rol de espectador parecía otorgarme una cierta ventaja, en cualquier caso. Aquella chiquilla no me iba a complicar la vida, como parecía pretender.

Y todo ello me impulsó a adelantar trabajo.

En el literario, me encontraba cubierto, según mi propia opinión.

Y era un buen momento para afrontar las desagradables pero ineludibles cuestiones técnicas y mercantiles inherentes a toda obra de este tipo.

Decidí llamar a Ángel.

Mi amigo es un cínico, misógino, que se acuesta con todo lo que se le pone por delante -si tiene tetas-, sin ningún escrúpulo, aunque él, inocentemente según mi opinión, pretende que elige cómo, cuando y con quién.

Y que adora con entusiasmo al becerro de oro: Ese ridículo mundo infantil donde la gente pretende amar, odiar, y tan sólo destroza sus corazones.

Marta no opina lo mismo con respecto a la elección-, pero no se lo dice a él, sino a mí, sospecho que con intención de hacerme cómplice de su supuesta deslealtad.

Su situación profesional, la de Marta, hacía tiempo que superaba ese ámbito estricto de lo laboral, no sólo en cuestiones domésticas, pero Ángel no se daba por aludido, y aceptaba la presencia de Marta en su vida personal como algo tan irremediable y habitual que no se daba cuenta, pensaba yo, de lo importante que ella era. Y, claro, no lo valoraba. No sólo en el aspecto económico...

Pero como no entendí que Marta le diera tal importancia -o bien ella seguía su particular criterio, que no compartía sino raramente conmigo-, nunca comentaba yo nada, menos aún estando los tres presentes.

Su juicio personal sobre mí, el de Ángel, puede ser acertado; según él, sincero.

A mí me resulta difícil admitir su filosofía cínica y a la vez su sinceridad; una de las dos es falsa, lógicamente.

He de admitir por otro lado que, desde un punto de vista profesional, Ángel resulta competente e irreprochable: Mis papeles y mis cuentas están siempre correctos y al día, y sus consejos parecen acertados y lucrativos, sin rozar -como le tengo encarecidamente advertido- la especulación, la ingeniería económica, el truco. Sin atender a su dios, que no es el mío.

Yo no lo necesito, y mis principios me lo impiden. Él lo sabe, y me consta que cumple.

Fuera del despacho, con nosotros, parece otra persona; aquella otra persona.

Nos conocemos desde poco antes de secundaria, y a menudo me cuesta reconocer en el serio y elegante abogado del despacho de la calle Orense a mi compañero de tantas trastadas impresentables.

Probablemente lo que sucedía entre Ángel y yo es que sosteníamos una mutua envidia, por expresarlo de alguna manera.

Estábamos juntos desde el colegio, y ya entonces, aunque no fuéramos totalmente conscientes de ello -especialmente yo, que siempre he tendido al autismo-, competíamos, al tiempo que manteníamos una amistad que para nosotros era más necesaria que emotiva, porque sólo entre nosotros podíamos tratar ciertos temas o plantearnos determinados retos, aun cuando nuestros puntos de vista acerca de la vida ya entonces eran muy distantes. Yo competía deportivamente, incluso cuando me constaba que a él le movía el interés, y sus escrúpulos resultaban muy limitados para mi gusto.

La competencia en realidad la solía plantear él -porque a mí no me agradaba- en todo campo, dentro y fuera de lo puramente académico, y así continuábamos igual: soportándonos y necesitándonos irremisiblemente.

Pero sí es cierta -al menos por mi parte-, la envidia. No tanto de los logros económicos y sociales, que nunca me han movido y en los que, en alguna forma, estamos a la par, sino por su actitud cínica ante la vida, que en ocasiones me gustaría adoptar con objeto de ahorrarme sufrimientos probablemente inútiles.

Oficialmente, desprecio su forma de entender su relación con el otro sexo, aunque sospecho que el lobo que habita en mí -que quizá tenga la cara de Ángel-, le envidia en este terreno. A la vez, y por su tono exaltado, que seguramente oculta un intento de disculpa, deduzco que Ángel tampoco está tan satisfecho con su situación como quiere dar a entender; y por eso la defiende ante mí, cuando lo que hace es hablar consigo mismo y de nuevo compararse conmigo como referencia ineludible, como modelo improbable.

Dispone de lo que el dinero y el poder pueden dar, como siempre deseó. Y hace uso de esa disposición en todos los aspectos. Pero las apariencias sólo satisfacen el ego un corto tiempo y, como la droga, saturan, siendo necesario elevar la dosis para conseguir el perdido placer, buscar sensaciones nuevas que se superen a sí mismas, aquellos paraísos artificiales o perdidos que soñaba Baudelaire.

No sé hasta qué punto ha llegado Ángel en esa batalla contra sí mismo. Me consta que sus cambios frecuentes de secretaria -de segunda secretaria, porque Marta siempre está ahí-, obedecen a la búsqueda de esas nuevas sensaciones, para nada relacionadas con el trabajo, porque Marta cubre sobradamente sus necesidades en este sentido, en mayor medida de lo que él puede alcanzar a sospechar.

Aunque tengo la sensación, por algunas insinuaciones que él me ha hecho, que quizá haya entrado o esté meditando entrar en terrenos donde lo heterosexual se diluye en tierra de nadie, con el sólo afán de experimentar. O quizá se trata de algo metafórico, porque se muestra vago, y no me cuadra en la imagen de Ángel, que tengo tan asumida, el recurso a probar, porque sí, en un terreno que me consta que le desagrada profundamente.

No lo puedo entender en cualquier caso porque es un camino en el que -a falta de la experiencia directa que él posee-, yo ando completamente perdido. Mi visión del mundo es platónica, y la suya, evidentemente, aristotélica. Así, él parece estar perfectamente integrado en el mundo en que vivimos, mientras que yo, desfasado, levito en la nada, aunque en una situación relativamente cómoda: No necesito pelear por un dinero que no me hace falta, y me satisfacen mis escasas pero intensas experiencias heterosexuales.

Un factor que destruye toda esta simplificación que estoy haciendo es Marta.

Su papel aparentemente arbitral, inocuo, es determinante en alguna forma que no acabo de comprender.

Aparentemente ella eligió casarse con Ángel, y lo logró. Pero parece reprocharme a mí el desinterés en esa batalla donde ella era el trofeo. Y luego lo admite comprensiva. En cierta forma, tampoco me ha perdido. Ni ganado, quiero pensar. (Aunque aquella tarde,... Pero yo estaba muy borracho).

La he visto de reojo observarnos con interés, como desde una posición más elevada, cuando teorizamos sobre esto, o sobre algún otro tema, llegados a una cierta alteración provocada casi siempre por el alcohol, alteración a la que sólo Ángel sabe llevarme.

Ella nos observa y quizá nos controla: He observado que, de una u otra forma, siempre se acaba haciendo lo que ella había de antemano decidido.

Brigitte, su hija, es quizá su gran logro, y cuando la obtuvo, en cierta medida se hizo a un lado para seguir observándonos y decidiendo en gran medida sobre nuestro futuro: Ni se le ocurrió plantear batalla cuando Ángel le pidió el divorcio. Le constaba que la causa no era otra mujer, otra chica. Y ella permaneció donde quería, con Brigitte.

Su control llega también a mí, cuando yo no debiera tener nada que ver, ni ser de su incumbencia. Pero estoy convencido de que muchas de las sugerencias de Ángel -en general acertadas- proceden de su inspiración. De la de Marta. Que se ocupa de hacérmelo saber discretamente, por otro lado.

Comprendo que para Ángel la relación con Marta es especial, de dependencia, molesta, aunque él insiste en que ella, desde lo de Brigitte, simplemente lo tiene chantajeado.

Puede ser. Pero eso sólo explica parcialmente el asunto.

Mi papel es menos claro.

Yo, al menos aparentemente, no mostré interés en disputársela a Ángel, y quizá es lo que ella parece reprocharme.

Con lo que nuestra interconexión resulta bastante extraña. Y, por supuesto, por mi parte, platónica, como no podía ser de otro modo. Salvo aquella vez...

Ante la extrañeza que a menudo me provoca toda esta situación, reconozco que yo también he cambiado de alguna manera, y de forma tácita nos comportamos como cliente y comerciante obsequioso, al menos delante de sus empleados.

Marta es diferente. Ella sabe, o cree saber.

Pero raramente coincidimos en su trabajo; y si se da el caso, que los tres tratamos de evitar, nadie reconocería a los clientes habituales de un club madrileño caro y reservado donde somos discretamente conocidos, y no por separado: Estamos muy bien educados en nuestra común hipocresía social.

Gema, la joven secretaria que contrató recientemente Ángel (con la supervisión de Marta, aunque él simule ignorarlo), nunca es invitada a tal club, como ninguna de sus predecesoras lo ha sido; existen otros sitios discretos que, aunque me son sugeridos o podría intentar adivinar, al menos yo no conozco personalmente, ni me atraen.

Gema es una de sus contrataciones típicas. Tendentes al abuso en todos los sentidos, según mi punto de vista.

Por algo, me cayó simpática (me gustó) ella, Gema, y por eso traté de incidir ante Ángel en su relación, en una ocasión.

-Pero Juan –Ángel no suele utilizar diminutivos ni motes, aunque no le sean desconocidos. Lo que no le impide ser impertinente cuando quiere-, simplemente gasto mi dinero negro en lo que me da la gana. ¡Lo que pasa es que tú eres un “pringao”!¡Es que eres muy inocente!.

Él quería no parecer enfadado por mi intromisión. Aproveché para insistir.

-Esa muchacha –trataba de hablar en serio- tiene la edad de tu hija.

-Mi hija está en la universidad –pensativo. Y enfadado-. ¡No me la recuerdes!

Marta, aquí, guardaba silencio. No le interesaba entrar en ese terreno, y sabía que una maniobra elusiva en este momento sería más eficaz. En una especie de imaginario juramento “sub rosa”, que nunca tuvo lugar, nos permitíamos olvidar quién era quién durante unos cortos pero imprescindibles periodos, y yo había transgredido la regla, aunque Marta no me lo reprochó.

Mi papel allí, no asumido, resultaba un poco extraño, y ni yo mismo lo comprendía. Ni que admitieran de mí intromisiones personales que yo no hubiera aceptado, viniendo de ellos.

(Ese papel, que no pude definir en el momento, quedó sin embargo interrogando mi subconsciente, en espera de mejor momento...)

Pero me había motivado Gema.

Quizá me recordaba a alguien.

¿A Brigitte?...

Claro, yo sabía que la hija de Ángel y la de Marta eran la misma persona, aunque en sus conversaciones agrias parecieran dos diferentes.

Conocía su historia con detalles que probablemente ninguno de ellos, por separado, sospechaban. Incluso la conocía a ella, a Brigitte, cosa que quizá sus padres...

Pero no tenía derecho.

Y cambié de conversación, con evidente alivio de Marta, y cierta molestia de Ángel: Tenían, evidentemente, los papeles cambiados.

Había muchas otras cosas, importantes, que tratar.

Esta última escena, entre tantas otras que había ido encadenando -quizás menos vívidas-, fue la que, por una asociación de ideas cuyo nexo no pude detectar, pasaba por mi mente mientras me decidía a llamar a Ángel.

Incompleta, fallida escena. Sugerente, en algún sentido que se me escapaba.

En una leve inspiración, se me apareció la “marca” que Eugène decía que me era característica. Existía una relación, que se me escapaba...

Pero ya había marcado, el pitido de llamada sonaba. Ángel me atendería, como siempre, allá donde estuviéramos.

-¿Ángel?... Sí, Juan... Pues aquí, en las Rías Bajas, abusando del marisco,... No, la Queimada la reservo para San Juan, que es pronto. Hay otras cosas,... Sí, verás, es que te quería comentar,... Sí, la fecha de entrega la tengo grabada a fuego en..., Ya, pero lo que yo quiero es que discutas el volumen,... Menos páginas..., Es que me han surgido algunas ideas que prefiero aprovechar en otra novela,... Claro. Pero sí puedes discutirlo, negociarlo con el editor,... ¡A mí no me hace caso! Bueno, yo te cuento, y tú se lo explicas, y me lo solucionas... Mi idea es terminar,.. ¿Qué dónde? En O Grove, -mentía con una naturalidad asombrosa en mí-, como siempre. Sabes que esto me inspira. Lo que yo quiero es acabar antes esta entrega, para empezar otra, que ya tengo pergeñada, casi,... Ya. Por eso te llamo a ti... No, el tiempo es excelente. Por la mañana temprano niebla, y luego sol casi todo el día... Orvalla, no es lo mismo... ¡No!,¡No! No mandes papeles. Arréglatelas... Sí, las gallegas, como siempre, con su acento delicioso,... ¡No, que va!... ¿Y Marta? –Yo sabía que por aquí íbamos a cortar- Claro, claro...Pues lo dicho... Que sí, que yo sé que tú,...¡Hasta pronto! ... No, no llames, porque suelo desconectar... Sí. Lo mandas a “insacular”, y ya lo veré... ¡Gracias!¡Lo mismo para ti!... Pronto.... ¡Déjame en paz!.

Y colgué.

Repasé mis necesidades, por si había olvidado dejar claro algún punto:

Reducir el tamaño de la novela, sin adelantar su entrega, a cambio de la promesa de otra nueva en un breve plazo. Creía hacerme entender. Y a mi editor sabía que le convendría. Tendría que aceptar. Me sentía satisfecho.

Por una vez, parecía tener las ideas claras.

Parecía que Eugène había venido acompañada de la suerte.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©