Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO IX

La Corrala

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Carlos, el pajarero como Mila nos dijo, tenía tienda abierta dos manzanas más abajo.

Abarrotada de diferentes especies y géneros de animales andantes, reptantes, voladores, nadadores, predominando los plumíferos.

Locuaces y nerviosos algunos, silenciosos y lasos otros, en mezcla imposible, sonido de orquesta afinando y olor a una mezcla de metro de Sol, piscifactoria y feria del ganado.

Allí Carlos, en el buen sentido, parecía un animal más.

Se apreciaba el amor a su trabajo.

De camino, habíamos tomado un vermú casero, especialidad de la tasca de la esquina. Digo esto, y remarco lo de uno, porque, al menos en mi caso no es una dosis suficiente como para delirar.

Llegamos justo a la hora de cerrar, asesorados por Mila.

Él rechazó la oferta de otro vermú, y nos explicó que no había inconveniente en pasar ahora por su pajarera particular, porque en cualquier caso debía atender obligaciones diarias allí. Aunque sólo podríamos echar un vistazo, porque debía volver a casa a comer, antes de abrir de nuevo por la tarde su tienda.

Por el camino nos fue comentando que, efectivamente, existía una trampilla que conducía al sótano de su inmueble, pero actualmente se hallaba debajo de alguna de sus grandes pajareras. No de imposible acceso, pero sí complicado.

Hacía mucho tiempo, años quizá, que él no bajaba, porque no lo necesitaba, si bien recordaba haber almacenado algún cachivache allí.

La recordaba amplia, porque abarcaba bastante más que la planta del pequeño habitáculo que usaba. Hay que tener en cuenta que debía ocupar no sólo esta planta, sino además una parte del pasillo de entrada y del patio.

Era cierto lo que dijo Mila con respecto al olor penetrante, además de la suciedad que, a pesar de la limpieza diaria, se acumulaba, y el griterío increíble de toda clase de pájaros diferentes, de raza, híbridos, en rara competición.

Carlos estaba entusiasmado con sus logros, que nos iba explicando, y las pequeñas aves parecían conocerlo y alegrarse de su llegada, a juzgar por la subida de tono; también puede ser que, puesto que tan sólo un ventanuco –el nuestro- daba luz al refugio cerrado, y la puerta suministraba un extra de luz, tampoco grande, pero suficiente para notarlo, los habitantes de las pajareras apreciaran esa luminosidad extra.

Bajo una vieja cómoda asomaba el borde de una trampilla de madera que era, al parecer, la entrada a la estancia o hueco subterráneo.

Sobre la cómoda había gran cantidad de jaulas apiladas hasta casi tocar el techo, no muy alto, con sus correspondientes habitantes plumíferos. Era evidente la dificultad de acceder al sótano de forma inmediata.

Todavía no habíamos justificado nuestro interés y para poder seguir adelante era claramente menester dar una explicación convincente al pajarero sobre nuestras intenciones.

Yo miraba con mucha atención el reborde de madera sobre marco de hierro que se dejaba vislumbrar, como si me fuera a suministrar un buen alibí, cuando advertí que Eugène hablaba animadamente con el pajarero, al que por lo visto había convencido para, esa misma tarde, después de cerrar su tienda, proceder a la descubierta de la entrada, y estaban ya calculando qué debían trasladar y dónde.

Al final sí que íbamos a tomar ese segundo vermú, con Mila y el pajarero, de inmediato.

¿Qué había pasado?

(...)

Mientras el pajarero hablaba con Mila, en la tasca, me dirigí a Eugène en un aparte.

-¡No me digas que sabes de canaricultura también!

-¿De qué? ¡Ni idea!

-¿Entonces?

-Le he dicho que eres ayudante de dirección de Amenabar, buscando exteriores y escenarios para su próximo corto.

-¿Y se lo ha creído?

-Por supuesto. Lo has hecho muy bien.

-¡Pero si no he hecho nada!

-Exacto. Tu papel perfecto de ayudante de dirección.

-Ya ¿Y qué va a pasar cuando se dé cuenta de que no es verdad?

-¿Y por qué se va a dar cuenta?

En este punto, el pajarero, al que Mila se refería como Charlie, se dirigió a mí.

-Yo bajé hace tiempo... –empezó.

Fui a decir algo, pero Eugène se adelantó, para mi suerte.

-Juan necesita verlo con luz natural y artificial. Necesitaríamos ver la iluminación por la mañana, por la noche...

-Bueno, os puede acompañar Mila. Yo os abro. No me alborotéis a mis pájaros. En poco tiempo estará despejado.

-Perfecto. Luego hablamos con el productor ejecutivo para ver un alquiler por una semana, prorrogable. No es necesario molestar a los pájaros. Aunque sería interesante que aparecieran en la filmación, como fondo.

Charlie estaba complacido con la perspectiva, aunque a la vez algo preocupado por el estrés a que íbamos a someter a sus aves.

-Es una pena que no pueda estar. Puedo decirle a mi chica que abra la tienda, pero ahora tiene colegio...

-No te preocupes -le tranquilizó Eugène- Mila nos acompaña, ¿verdad?.

Mila asintió.

(...)

-¡Tienes una cara impresionante!- comenté a Eugène después que Charlie se hubo marchado-.

-Le hace mucha ilusión-. Mila no me hacía ni caso-.

-Luego le decimos que no ha podido ser-.traté de arreglarlo-.

-No. Le diremos que es una co-producción con Canadá para varios cortometrajes de diferentes directores con distribución restringida a salas especiales. Y le mandaremos una copia.

-¿Vamos a filmar de verdad?

-Por supuesto. Llamamos a Amenabar, que me hará ese favor...

-Ya. También conoces a Amenabar.

-Coincidimos en la facultad.

No distinguí si bromeaba, o hablaba en serio. Preferí dejarlo ahí.

(...)

Cuando conseguimos levantar, con un empujón conjunto, la trampilla -en realidad más grande y pesada de lo apreciado-, una fuerte vaharada de humedad inundó el pequeño habitáculo. Los pájaros se alteraron ante tal novedad, estallando en un coro descoordinado, y los tres a la vez mostramos nuestro correspondiente gesto de desagrado retrocediendo en forma automática, antes de mirar, por turno, hacia el agujero negro, prácticamente cuadrado, que se abría a nuestros pies.

Habíamos dejado el portillo apoyado tan solo en las bisagras, por encima de los noventa grados respecto de nuestro plano, al retroceder por causa del húmedo y denso vapor invisible.

Prácticamente a ras del piso aparecía un primer escalón -marco de hierro y base de madera, bien ajustada-, intuyéndose el declive tras la absoluta oscuridad.

Adelantándome, y apoyado en este primer escalón, que me pareció suficientemente sólido, y con la ayuda de Eugène y Mila desde el exterior -una linterna potente en mi mano derecha, y un pañuelo sobre mi boca y nariz-, inicié el descenso, despacio, porque no me fiaba de la solidez de la escalera.

Aproveché para preguntarme a mí mismo por qué iba yo delante, si no sabía qué buscábamos, ni mi interés sobre lo que fuera era grande. Me contesté que Mila -su presencia-, tenía algo que ver con esta decisión mía. Pero mi respuesta no me satisfizo del todo.

Cuando la boca de entrada estuvo a unos cincuenta centímetros de mi cabeza, toqué el piso de piedra u obra, asegurándome que no estuviera resbaladizo. Olvidé mis capciosas preguntas, para concentrarme en la exploración.

Había descendido bastante cómodamente, apoyándome en una barandilla de hierro adosada al lateral derecho de la escalera, aún con la linterna bien sujeta, que todavía me resultaba inútil, puesto que sólo estaba verificando la solidez de los peldaños, sospechosos de podredumbre en la madera sometida a tal ambiente húmedo. No aprecié, sin embargo, nada que confirmara mis sospechas. Por el contrario, la bajada resultó sencilla.

Me pareció, y así era, que el otro lateral carecía de barandilla, lo que comuniqué a mis chicas, arriba, junto con la seguridad del trayecto, después de barrer de arriba abajo la escalera con la linterna.

Se trataba de una armadura de hierro que formaba una pieza soldada con la barandilla, armadura en la que se encajaban con precisión los tablones, lisos y sujetos con tornillos a la base metálica. Evidentemente, una obra relativamente reciente.

Su aspecto era bueno y sólido, y sólo leves crujidos delataban la madera en la zona central de los escalones, cuando apoyaba mis precavidos pasos allí donde el piso no tenía sujeción ninguna.

Mientras enfocaba lo que pensé sería la pared del fondo del recinto -que no logré alcanzar-, escuché cómo Eugène me seguía, y pronto noté sus brazos sobre mi cuello, como si hubiera tropezado.

Pesaba poco. Estas muchachas de ahora no comen. Así que me volví para ayudarla a bajar, lo que hice trasladándola por el aire, como una niña juguetona, sin gran esfuerzo. Y esperé para realizar similar operación con Mila, que ya se recortaba sobre el cuadrado de luz de la salida.

Se me ocurrió, mientras bajaba Mila, qué pasaría si ahora, por cualquier motivo, se cerraba la puerta del sótano.

Podríamos levantarla sin dificultad, siempre que nada desde el exterior lo obstaculizara.

Me pregunté por qué me estaban pasando por la mente tales posibles accidentes o problemas. Me estaba volviendo paranoico. Me estaban volviendo a la cabeza, en forma de amenaza, las ideas que Eugène me venía insinuando sobre personas malas, enemigos indefinidos.

Pensé que hubiera sido mejor que alguno de nosotros se quedara fuera, pero al parecer no había voluntarios para tal misión.

Decidí, en cualquier caso, volver a subir para dejar asegurado el portillo, ya que ni Eugène ni Mila, adentrándose ya en la sala, sin miedo y sin linterna, quisieron oír hablar de la posibilidad de esperar arriba.

Tampoco yo estaba dispuesto a perderme nada, por lo que comprendí su punto de vista.

-¿Dónde vas? -oí mientras volvía a subir, dejando a mi espalda la oscuridad.

-Voy a asegurar la puerta, para que no se cierre sola.

Silencio valorativo.

-Vale -y de inmediato- ¿Por qué no te quedas arriba?

-Ni de coña. ¿Por qué no te quedas tú?.

¡Menuda banda de inconscientes formamos!, pensé.

-Correremos el riesgo -dije, mientras atravesaba un listón entre la trampilla y el marco de la puerta, que encajó de tal manera que me hizo concluir que esa era la misión de tal listón; por eso lo encontré con tanta facilidad.

Los pájaros parecían haberse habituado al ambiente, porque hacían menos escándalo del normal. Al salir del sótano, observé que la humedad se notaba menos, lo que se justificaba por estar abiertos de par en par tanto el ventanuco que daba al patio de la corrala -bajo cuyo marco sabía resaltaba la marca granate, el Zahir bañado por el sol-, como la puerta de entrada que daba al pasillo de entrada al patio. Lo que de nuevo me hizo meditar sobre nuestra inconsciencia.

Para confirmarlo, una vecina se asomó, atraída por la puerta abierta, y husmeando el olor a humedad que salía. Aunque sin decir nada, me echó un vistazo, como valorando mi atuendo veraniego, y luego siguió hacia su casa, con un juicio no muy positivo sobre mí, pensé, por su gesto despectivo.

Mientras cerraba la puerta, decidí para mi conveniencia que debía ser alguna de las cotillas de la vecindad, y todas ellas nos conocían ya a Eugène y a mí, aunque a mí me resultaba difícil distinguirlas a ellas, por lo que no quise darle importancia.

Pero en mi inconsciente seguía acechando el presentimiento de la presencia de algún enemigo ajeno a la vecindad, con aviesas intenciones respecto de nosotros.

-¿Bajas? -oí desde el fondo del sótano-. ¡Que no tenemos luz!¡Estoy oyendo ruidos!

Serán ratas -pensé.

-¡Será el edificio, que cruje! -grité.

-¡Serán ratas! -dijo Mila, muy cerca de la escalera.

¡Vaya!¡Qué chica más lista! -pensé.

A mí tampoco me gustan las ratas.

-Noto como un zumbido -escuché a Eugène, más lejos.

-¡Ya bajo! -dije mientras estaba en ello, enfocando con seguridad; olvidado el ahora inútil pañuelo.

-¡Espera! -dijo Eugène de pronto- ¡Párate ahí! Noto un zumbido, y como un aura leve, que no veo de dónde viene. No traigas la linterna.

No le hice caso en nada, y volví a bajar con la linterna.

Mila -a la que deslumbré-, estaba agarrada con fuerza a la barandilla, con los ojos perdidos. Enfoqué al fondo, según bajaba.

No llegué a ver a Eugène. Sonaba lejana, con un eco sordo. El recinto parecía bastante más grande de lo que cabría imaginar pensando en el piso superior.

Avancé hacia el lugar de donde parecía proceder la voz de Eugène, con Mila agarrada a mi cintura, y la vi al fin, cerca de la pared del fondo, delante de algunos muebles viejos sobre los que se amontonaban gran cantidad de bultos, adornos, cajas, maletas y un baúl, todo recostado contra la pared. Curiosamente, el camino hasta tal acumulación parecía despejado, algo pegajoso y húmedo, pero limpio. No se veía obstáculo alguno, y me acerqué hasta Eugène, mientras trataba de tranquilizar a Mila, que no se despegaba de mí.

-No hay ratas -decía yo suavemente, mi mano derecha sobre su pelo, mientras con la izquierda seguía enfocando a Eugène y el fondo del sótano. Mila aflojó levemente la presión a que me tenía sometido, pero siguió pegada a mi espalda.

Nos acercamos a Eugène, que escuchaba algo que de momento nosotros no apreciábamos.

-¡Apaga! -dijo ella.

Yo hice una rápida revisión de lo que había a la vista: muebles, cajas, artilugios indeterminados, amontonados casi hasta el techo, que no bajaría de los dos metros.

El recinto era verdaderamente grande.

Eugène seguía atenta a algún sonido que yo no percibía.

¡Apaga! -repitió.

¡No! -dijo Mila, con poca convicción-.

No le hice caso. Apagué la linterna. Detrás nuestro, lejos, el leve resplandor del portón de entrada apenas se intuía.

Delante, negrura total. Esperaba acostumbrar la vista a la oscuridad.

-¿No oyes? -dijo Eugène, al cabo de un rato-.

Mila se estrechó contra mi espalda fuertemente, pero no dijo nada.

Yo no escuchaba nada. Fui a acercarme más al hombro de Eugène, con dificultad, porque tenía que vencer la resistencia de Mila.

-Está subiendo de volumen -dijo Eugène, en voz más baja.

Sí. Empecé a percibir como una vibración, un zumbido lejano.

Noté que Eugène había cerrado los ojos al rozar su cara, como si quisiera concentrar todos sus sentidos en uno.

Cerré los ojos, a mi vez, y efectivamente la vibración pareció subir de volumen, aunque su efecto era algo más que un sonido: Una vibración que penetraba en mi cuerpo.

Mila, a su vez, habló cerca de mi oído, algo más tranquila, al parecer.

-Sí. Lo siento en todo mi cuerpo.

-Cierra los ojos -le murmuré.

-Sí ¿Estás temblando, Juan?

No. Estábamos los tres como conectados. Yo emparedado entre el perfume francés de Eugène y el de los domingos de Mila, vibrando, como si el piso -nuestro único contacto con la tierra-, estuviera temblando, pero de una forma muy sutil.

El fenómeno parecía crecer lentamente, y pude distinguir en él dos tonos fundamentales, uno de los cuales se identificaba con el zumbido sordo inicial y el otro, donde el zumbido parecía superponerse, unas muy lentas oscilaciones.

-Es baja frecuencia, frecuencia de audio -dijo Eugène, como para sí, pero contestando a mi no formulada cuestión-. Modulada con ultrabaja frecuencia.

-¿También sabes sobre eso? -me atreví a comentar-.

-Sí. Hay una relación entre las funciones cerebrales y la ultra baja frecuencia.

Mila debió ser la primera en abrir los ojos.

Tanto Eugène como yo seguíamos concentrados en encontrar un sentido a la creciente oscilación. Por eso, y suponiendo una relación entre el sonido y la ausencia de luz, yo mantenía mis ojos fuertemente cerrados. Una leve queja, y un movimiento de hombros de Eugène, me indicaron que yo también la estaba presionando a ella en exceso, como haciendo inconsciente fuerza para entender.

Sin embargo Mila -más curiosa o menos concentrada-, nos "despertó".

-¡Oh! -exclamó-. ¡Hay luz!

Al abrir los ojos, observamos que ya no estábamos en la oscuridad, sino que un débil halo -que parecía proceder de la pared, detrás de los muebles y los cachivaches-, se difundía por toda la estancia.

Además, poseía especiales cualidades. Su tono -aunque no soy fiable en esto-, yo lo definiría como blanco azulado; su calidad parecía ser fría, en alguna forma, y sin embargo irradiaba algún tipo de energía.

Por otro lado, enseguida se percibía una variación en la intensidad, creciente, decreciente, que obviamente seguía el mismo ritmo lento de la oscilación en su componente de ultra baja frecuencia, ascendente y descendente en luminosidad, y en su componente de más alta frecuencia, lo que se resolvía en una especie de nube de puntos de luz, en continua variación uno a uno, y en lentas subidas y bajadas de intensidad, como conjunto.

La percepción auditiva y óptica coincidían, evidentemente.

La sensación térmica era extraña, como de frío caliente, como cuando, ardiendo de fiebre, sentimos frío. Un oximorón físico.

Incluso el potente olor a humedad que nos había repelido al principio había desaparecido, expulsado por un aroma que me recordaba a un laboratorio de química, o a un hospital, o a ambos, y que también llegaba en vaharadas rítmicas.

La tensión estaba siendo sustituida por una asombrosa relajación, como si mi cuerpo sucumbiera ante algo que, al superarme tan claramente, anulaba mi estrés.

La disminución de la presión que sobre mí ejercía Mila, y la evidente relajación de los hombros de Eugène me hicieron deducir que nuestras sensaciones eran similares.

En ningún momento perdimos el contacto físico, como si atendiéramos a algún tipo de influencia hipnótica que nos afectara como grupo, más que personal uno a uno.

En un momento indeterminado, como obedeciendo a una orden que los tres queríamos acatar, Eugène, delante del centro del foco luminoso, empezó a adelantar su mano diestra –la izquierda- muy lentamente. Yo -y de alguna forma era consciente de que Mila a mi espalda también-, seguía su lento avance hacia lo que sin duda era el origen del que emanaba todo el efecto que, aunque nítidamente marcado, parecía flotar en una posición inconcreta situada entre la pared y el conjunto heterogéneo de chismes que nos separaban de ella, más allá de la vieja cómoda sobre la que destacaba, interponiéndose en nuestro avance, un baúl de madera reforzado con herrajes de bronce o latón.

Lenta, pero ansiosamente, las puntas de sus dedos iban aproximándose a aquel foco, mientras Mila y yo la apoyábamos mentalmente. Los tres lo podíamos percibir claramente, siendo consciente cada uno de las sensaciones emocionales de los otros dos.

La mano de Eugène tembló ligeramente, aunque no retrocedió, al tiempo que me atravesaba un leve cosquilleo, procedente de Eugène y con destino a Mila.

Las puntas de sus dedos se iban volviendo translúcidas en oleadas rítmicas de luz, que se hacían más intensas por momentos. Sus sensaciones de alguna extraña manera nos abarcaban a los tres, avanzando y retrocediendo lentamente en un crescendo de intensidad.

Había sucedido algo extraño -que después comentamos asombrados de no haberle prestado atención mientras sucedía-, como si una rara conciencia que controlaba la situación nos lo hubiera mostrado como normal. Sucedía que, hacía ya rato, (¿cuánto?), la posición espacial de "nuestra" mano (me veo obligado a hablar así, para hacerme entender) irradiada desde aquel punto hasta la desnuda muñeca de Eugène, estaba claramente situada más allá del viejo baúl de sólida madera que hubiera lógicamente debido interceptar el avance de la mano, siendo sin embargo perfectamente distinguibles tanto la mano de Eugène como el propio baúl de oscura madera y herrajes patinados. Como si estuvieran ocupando a la vez el mismo espacio, estando sin embargo ambos nítidamente definidos, aunque la cualidad translúcida no parecía afectar al objeto-baúl.

Pero en aquel momento nos pareció natural que así fuera, más teniendo en cuenta que Eugène, Mila y yo como intermediario notamos entonces un contacto con algo sólido que en ningún caso podía confundirse con la superficie de madera y bronce.

Repito que, llegados a este punto, nada de lo que nos estaba pasando nos parecía extraño en ningún aspecto. Como si no figurara, según nuestro entendimiento lógico a posteriori, fuera de las leyes físicas aprendidas.

Evidentemente, también nuestra forma de razonar o entender se había modificado de una forma sutil.

El contacto fue claro y nítido. La forma de aquello con lo que habíamos (sigo teniendo que hablar en plural) contactado se nos hizo evidente de inmediato. Cilíndrica, no muy grande y de textura metálica. Un cilindro fácil de abarcar con la mano de Eugène, de un metal pulido, suave al tacto, dispuesto a ser asido.

El metal producía, por un raro efecto simpático, un persistente picor en la lengua y el paladar. Como manifestando sus cualidades físicas globales; no daba sensación de frío.

Cuando la mano de Eugène se cerró sobre el objeto, en un espasmo de mayor intensidad de la alcanzada hasta ahora, la radiación fulguró y se extinguió en un microsegundo, volviéndonos de golpe y sin solución de continuidad a una realidad de la que, aparentemente, habíamos estado ausentes por un tiempo que no sabíamos medir.

La luz, la vibración, desaparecieron, dando paso a la oscuridad, solo rota por la linterna que, encendida sobre el suelo, apuntando inútilmente a un lateral de la estancia, yo debía haber dejado caer, no recordaba cuando.

La linterna yacía en el suelo, encendida pero inútil. Era el único punto de luz.

Permanecimos en un silencio expectante un rato. Eugène se había dado la vuelta y me abrazaba por la cintura y hundía su cabeza entre mi hombro derecho y mi cuello.

Su abrazo abarcaba la cadera de Mila, que a su vez, sobre mis hombros, abrazaba nuestras cabezas unidas. Como si sintiéramos un frío desnudo. O la ausencia de algo indefinido.

Por suerte, y aunque estábamos a oscuras, me sentí algo ridículo. Dije algo, no recuerdo qué, pretendiendo ser gracioso, y deshice el abrazo colectivo justo a tiempo para que cuando se encendió la luz el pajarero nos contemplara a los tres, con cara de tontos, mirando ora a la escalera ora a la bombilla desnuda que pendía del techo, que nos dio, al fin, una visión de conjunto que hasta ahora no teníamos.

-¿Estáis aquí todavía? -dijo el pajarero- ¿Por qué tenéis la luz apagada?.

-No sabíamos que había luz -Mila recuperaba una cierta normalidad, antes que Eugène y yo- Trajimos una linterna.

-¡Claro que hay luz! -bajaba el pajarero hasta nuestra altura y se nos quedó mirando, entre curioso y divertido-. Con esa linterna no os habéis hecho una idea- Miró a su alrededor aprobando-. Ya no recordaba qué había aquí abajo. Debe hacer años que no me preocupo. No está tan mal como yo recordaba. Hará un bonito escenario -valoraba contemplando las paredes de rojo ladrillo visto, sin enjalbegar-.

-Sí, sí -corroboró Eugène. Y dirigiéndose a mí- ¿Verdad?.

Traté de poner cara de ayudante de dirección, mirando a mi alrededor.

-Se parece a lo que andamos buscando –dije, como en meditativa distracción, a una percha de madera, de pie, que tenía cercana-.

Asombrosamente, el lugar aparecía despejado -salvo en la pared del fondo-, y limpio.

-¿Qué hora es? -dije, retóricamente, mientras consultaba mi reloj, algo nervioso, y pensaba que debía haberse estropeado.

-Pues no huele mucho a humedad -comentó extrañado el pajarero- de hecho huele como...

-Nos tenemos que ir - se apresuró Mila, abriendo la marcha y arrastrándonos.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©