Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XXVIII

¿Dónde está Mila?

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Al llegar a mi apartamento, el doctor se apresuró a dirigirse al ordenador, impaciente ante la tardanza en arrancar de mi máquina, que con anterioridad había alabado tanto.

Estableció, cuando el software se lo permitió, la interconexión con la grabadora, y se adentró en el programa “driver” que enlazaba las dos máquinas, en frenéticos tecleo y clickado de ratón: El único sonido audible.
Lo que representaba a Mila, una figura azulada y difusa, apareció en la pantalla, al conectarse el grabador, en función de claqueta humana.
Enseguida, en grabación subjetiva, el “paisaje” del “lugar” se hizo visible.
La encrucijada se apreciaba en volumen, en forma de “túneles” formados por la gradación de color hacia su interior, hacia más claro o más oscuro, detalles que para el doctor tenían significado.
No se apreciaba en Mila, que sujetaba el dispositivo grabador, síntoma alguno de nerviosismo o apresuramiento. Cumplía su misión exploradora sin novedad a juzgar por su pulso firme. Lógicamente, era invisible para nosotros.
El doctor asentía con la cabeza, según iban apareciendo en forma sistemática los diferentes túneles, que iban siendo barridos metódicamente por la cámara.
De la calidad y la posición esperada, murmuró.
Quise entender que el lugar se asemejaba a un distribuidor, o así lo interpretaba el programa, similar a cualquier distribuidor de fluidos, neumático o líquido... o temporal.
Los colores indicaban sentidos de flujo, permisos o denegaciones de acceso... Todo demasiado claro.
A juzgar por las señales del doctor, coincidía con lo calculado en su estudio matemático; Mila parecía haber hecho una correcta exploración, sin sobresaltos ni accidentes.
La duración, lógicamente, no era una circunstancia real. El tiempo que permaneció tomando imágenes pudo ser muy grande, de horas quizá, y traducirse en nuestro tiempo “real” en tan sólo los escasos minutos que transcurrieron entre su desaparición y la aparición de la grabadora, sola.
A pesar de mi atención a la pantalla, advertí que Eugène se había sentado sobre la cama, lejos de nosotros y la pantalla, contemplando con expresión indefinida la fotografía donde estuvo Mila y que ahora tan sólo ocupaba un tronco solitario a la izquierda de una pradera vacía.
Preferí no acercarme, y centrarme en las imágenes que iban apareciendo sobre la pantalla, como si las entendiera.
Durante unos treinta minutos el doctor fue siguiendo la filmación y anotando sobre el block de notas abierto en una esquina de la pantalla datos de posición, líneas y símbolos que iban configurando un esquema del lugar.
La referencia parecía dada por una posición fija que había debido elegir Mila en forma que todas las vistas pudieran ser referenciadas desde ese único punto, para validar distancias, tamaños y luminosidades. Evidentemente, ella sabía muy bien lo que debía hacer, y el plano del trayecto que describía, hasta ir completando una circunferencia, tomaba forma en el diagrama que, con gran eficacia, iba delineando el doctor.
Quedaba muy poco para completar el círculo.
La cámara tomaba lo que quizá era la última entrada o salida o conexión, deteniéndose en su superficie, su calidad cromática, su posición, su tamaño.
En seguida se pudo apreciar que el círculo se había completado, al tiempo que el esquema del doctor se cerraba: La cámara, Mila detrás, se detuvo en el “túnel” que, indudablemente, inició la serie, sin duda el acceso que había usado para llegar.
El doctor se detuvo a considerar el resultado obtenido, asintiendo para sí mismo.
De pronto, algo irregular sucedió.
La visión subjetiva, la cámara, tembló clara y bruscamente, y la imagen quedó fija, tras el brusco movimiento, sobre lo que definiríamos como suelo o piso del distribuidor.
La cámara térmica había caído. Mila no la sujetaba.
¿Qué había sucedido?¿Dónde estaba Mila?
Lo que serían los pies de su figura espectral aparecieron en el visor. Dos “pies” más, detrás.
El más cercano al objetivo se lanzó indudablemente sobre éste en rápido impulso.
La imagen se volvió negra súbitamente. Sobre la pantalla del ordenador sólo aparecía el block de notas  del doctor. El resto parecía haberse apagado, en negrura total.
La siguiente imagen térmica correspondía a las manos del doctor recogiendo el artilugio, en nuestro propio plano.
Mila evidentemente, y por causas que sólo podíamos suponer, no había podido volver.
Y parecía haber desaparecido de nuestro tiempo real.
La cara apesadumbrada del doctor me confirmó que algo grave le había sucedido a Mila.
Despacio, sin alegría, el doctor terminó por comentar, sin dirigirse a nadie en concreto:
-Excelente trabajo. Hasta el final.
Volví mi vista hacia Eugène. Me pareció que sus ojos brillaban de un modo especial.
Nunca antes la había visto llorar.
Lágrimas brillantes se formaron sobre sus ojos y lentamente llegaron hasta sus pómulos, limpios, como yo sabía, de maquillaje.
El doctor había bajado la mirada hasta fijarla en el suelo.
Ninguno habló.
Yo entendía a medias la situación. No obstante, no fui capaz de preguntar nada. Tan solo la imagen alegre y joven que yo asociaba a Mila volvía, persistente, a mi mente, llenándola en forma obsesiva.
Una profunda pena, que no acertaba a saber de dónde procedía, me invadió. 
-Ha sido muy valiente –dijo al fin el doctor, mirando hacia el techo, o más arriba.
Eugène seguía muda. Se había levantado y me abrazaba con fuerza, y lloraba casi en silencio sobre mi hombro.
Mi congoja, amplificada por la suya, era muy grande.
(...)
La desaparición de la fotografía indicaba que Mila se había perdido, lo cual en un ser de su experiencia era improbable, según me explicaron.
O estaba secuestrada en otro plano, prisionera de enemigos muy potentes.
A efectos de nuestra realidad, estaba más que muerta: Era como si no hubiera existido nunca.
La esperanza de que la situación fuera reversible era remota, teniendo en cuenta que claramente había sido atacada.
Había debido suceder aquello cuya probabilidad estimada por el doctor era prácticamente cero.
Su enemigo debía ser muy fuerte, porque en otro caso Mila lo hubiera enfrentado y vencido.
Y Mila era muy fuerte, me comentó el doctor.
Se me ocurrió que quien hubiera actuado en aquella forma era nuestro enemigo. Que nos conocía y vigilaba.
La expresión del doctor me confirmó, sin palabras, en mi suposición.
Estábamos en peligro, todos.
Acaricié el cabello de Eugène, que aún gemía.
(...)
Distribuidor
“Lo que podemos llamar, para entendernos, distribuidores, se ajustan, como en realidad todo el universo, a magnitudes matemáticas, y en concreto responden a principios de simetría”.
“Utilizando la geometría euclediana para simplificar, aunque se trata de estructuras con más de dos dimensiones siempre, encontramos una cantidad de posibilidades entre las que, si bien sobre el papel son infinitas, en la práctica sólo son accesibles unas pocas opciones conocidas o asimilables por nuestra inteligencia limitada, y por tanto a su vez limitadas”.
“El caso es que estas estructuras van asociadas a efectos o posibilidades de tipo diríamos moral. La Antigua Sabiduría  lo explicaba a través de los abstractos números, adjudicando a éstos cualidades positivas o negativas. Y esto es aplicable casi al cien por cien en nuestro caso”.
“Así, el desgraciado distribuidor al que hemos ido a parar tiene cualidades pentagonales. Como impar, posee un centro accesible por la vía de la mano izquierda, útil, pero peligroso en su uso. Puede acortar el camino, o conducir al desastre”.
“Lo que desde nuestro punto de vista podemos considerar el mal, aunque esto es una simplificación”.
“En general, esto no sucede en las construcciones pares, salvo excepciones notables, pero escasas. Lo simboliza un único número primo de cualidad par”.
“La Sabiduría Ancestral lo expresa mediante la estrella de cinco puntas, que se forma uniendo las diagonales no adyacentes del pentágono, y que según se oriente con respecto de la vertical adquiere valor satánico o angelical”.
“Vemos así que Mila accedió a un distribuidor de tipo pentagonal”.
“Quizá porque, finalmente, lo dedujo, fue capaz de reaccionar lo suficientemente rápido como para salvar la información, aunque no su vida, pues en un tiempo limitadísimo tuvo que hacerse cargo de la situación, reconocerla, estudiar las posibilidades y actuar acertadamente, a costa de su propia integridad. Quizá se culpabilizaba, en alguna forma, de la traición de Hugo, a pesar de insistir en lo contrario”.
“Mi hipótesis es que desde arriba, la entrada no prevista, alguien ha saltado sobre ella, obligándola a soltar la cámara. Durante el forcejeo Mila, de una patada, acertó a devolvernos la cámara a través del conducto adecuado”.
“Suerte que el círculo se había completado, pues si no esta maniobra hubiera hecho que perdiéramos definitivamente la cámara en otro plano, tiempo o universo que nos hubiera sido imposible conocer careciendo del testimonio de la grabación”.
“Todo ello implica una presencia externa. Si no hubiera sido por su avanzada iniciación, nuestra información sería nula, además de la irremediable pérdida de nuestra amiga. Y el mal hubiera obtenido una ventaja inmensa”.
“Debemos, pues, agradecer su sacrificio voluntario y su sangre fría. Su valentía admirable: probablemente, al descubrir el número de aberturas comprendió el peligro en que se hallaba”.
“Para nosotros, tristes supervivientes, indica por un lado que hay, como suponíamos, un peligro malvado sobre nosotros, que se ha mostrado eficaz y potente, aunque no lo suficiente, para nuestra suerte”.
“Además, ahora sabemos que este acceso no es interesante para nosotros. No solamente por el peligro constatado, sino porque no se ajusta a nuestra búsqueda”.
“Los Templarios usaban distribuidores octogonales, pares y bastante complejos, como dejaron indicado en sus construcciones importantes”.
“Nosotros, sin despreciar la sabiduría templaria, aspiramos a un dodecágono, par y mucho más complejo. Y pensábamos estar sobre la pista. Aunque podríamos estar equivocados, no lo creo”.
Llegado aquí, se avergonzó el doctor levemente al hacer esta afirmación, porque en cierta medida su falsa intuición de que no había peligro había costado la vida a Mila.
De lo que el doctor era muy consciente, y por lo que tenía un evidente sentimiento de culpabilidad.
Eugène, con un gesto amistoso sobre su hombro, quiso demostrar su confianza a pesar del horrible accidente que nadie como ella sentía.
Nosotros éramos también conscientes de la responsabilidad que asumía el doctor en sus decisiones, por lo que no podíamos sino ser solidarios con él, incluso en sus errores.
Tras una breve pausa sumergido en sus sentimientos, nos dijo con voz menos académica:
-Me voy a ocupar de calcular esto. Os llamaré cuando os necesite.
Lo que interpretamos como permiso para salir un rato, que fue aceptado con cierta melancolía, y alivio a la vez.   
(...)
La forma en que el tiempo modifica su curso no es automática. Se propaga como una onda.
Una modificación drástica de la realidad tiene un efecto que puede ser inmediato y drástico en el instante en que se produce la modificación, pero la propagación hacia delante y hacia atrás, hacia el pasado y el futuro, va perdiendo fuerza en razón directa a la distancia al origen hasta diluirse, hacerse virtualmente cero. Igual que la onda producida por una piedra que cae sobre un estanque de aguas quietas produce una onda que es mucho más potente cuanto más cerca está del origen, pero acaba desapareciendo en la lejana orilla.
El efecto mariposa es una imagen filosófico matemática de esta situación, aunque en la práctica es estadísticamente incierta, salvo en la zona inmediata, cercana.
Preservar la memoria en una modificación drástica de la realidad es posible, hasta cierto punto, pero en realidad es inútil, puesto que, por un lado, es materialmente imposible conservar la memoria de todas las infinitas realidades posibles, y además, no tiene ninguna utilidad práctica.
Existe la opción de cambiar de plano, para seleccionar la realidad adecuada, lo que equivaldría a retornar a un punto del pasado y seleccionar una bifurcación temporal diferente que conduzca a otra realidad con consecuencias alternativas.
Esto obligaría a estar continuamente saltando de una realidad a otra, posibilidad que por desgaste, mental y físico, conduciría a la locura.
Porque además, el hecho de elegir un punto de bifurcación donde la realidad transcurra según nuestros deseos inmediatos no garantiza que la nueva realidad seleccionada nos sea conveniente en su curso posterior, lo que nos obligaría, en el caso probable de que sea así, a los mencionados saltos repetitivos, que conducen a la aniquilación.
No es bueno considerar por tanto entrar en tal dinámica.
Debemos conformarnos con nuestro propio decurso.
Aunque ello nos produzca dolor e impotencia.
El propio decurso borra el sentimiento.
Queda un residuo, en vuestro caso físico, por haber compartido viaje...
Pero también se perderá, con el tiempo...
-¿Quieres decir que olvidaremos a Mila?
(...)
-¡Hermoso, vas peor qu’el reloj de la esquina del matadero!
-¿Eh?¡Ah! –Traté de no interrumpir. Las expresiones locales de Mila, sus pleonasmos, a menudo resultaban incomprensibles para el foráneo. Pero creo que se dejan entender, con un poco de buena voluntad. Supongamos que en la esquina del matadero de Aranjuez no hay ni nunca ha habido reloj. Quien funcione peor que tal reloj resulta una inutilidad absoluta. Se refería a mí, sin duda; luego su opinión sobre mi utilidad es muy pobre. Quizá exagere algo. No sé si debo tratar de disculparme, pero no creo, porque no se interrumpió...
-Este chico –me señalaba dirigiéndose a Eugène, que asentía, no sé por qué- no s’entera de nada.
Espero que Eugène esté dándole la razón por no interrumpirla, y no porque coincida en su juicio con Mila...
-Hay que traer el ese de la esa, para que la esa del ese funcione.
Y Eugène, atenta a sus gestos, asentía, comprendiendo el significado último de tan extraño trabalenguas.
(...)
Mi humor estaba lógicamente alterado.
Las explicaciones que se me daban no cambiaban el hecho de que Mila ya no estaba.
Eugène sufría más que yo, pero trataba de aparentar entereza.
Su descripción de los hechos, más que dirigirse a mí, que a penas lo entendía, parecían destinadas a disculparse a sí misma, en la medida en que ello fuera posible; adoptaba un estilo frío y didáctico, tratando de marcar distancias con respecto a la vivencia personal.
Sin embargo, ambos apreciábamos lo inútil del sistema, al tiempo que intentábamos asumir las consecuencias.
Mi actitud, en parte de reproche, tampoco favorecía la comunicación.
Mi reacción debía ser y era en cualquier caso más primaria: La relación de los hechos, y su explicación pormenorizada, me sonaban a excusas.
Y a ella, a Eugène, le producían sin duda un efecto similar.
Su seguridad y su conocimiento del medio en que se desarrollaba su mundo no la libraba del sentimiento de ausencia y de la sensación de culpabilidad, a pesar de que técnicamente podía eludir su responsabilidad, o al menos una parte, traspasándola al doctor que era, en última instancia, el responsable de la gran mayoría de las decisiones que íbamos (iban) tomando, o simplemente asumiendo.
Pero ni siquiera yo, agente pasivo, era capaz de justificarme.
La amistad, la empatía, tantos lazos personales, impedían que pudiera explicarme a mí mismo cómo y por qué mi actitud había podido adolecer de tanta ligereza.
Mi sentimiento predominante era, pues, de enfado conmigo mismo.
En mayor medida, disculpaba a Eugène, e incluso al doctor, porque ellos estaban, evidentemente, locos: dominados por una idea que sin duda les impedía ver con claridad, y les narcotizaba en su visión del mundo.
No hubo despedida formal; se fueron, sin más, y me dejaron sólo en mi apartamento, con el ordenador...
El doctor estaba abatido, y algo avergonzado.
Eugène estaba hundida.
Yo me quedé mirando fijamente la pantalla negra del ordenador y el pérfido diseño pentagonal, apoyadas las manos en el borde del teclado.
Pero no veía la pantalla.
Mi mirada estaba perdida.
Notaba cómo la nítida imagen de Mila se borraba, lentamente, de mi memoria, y hacía esfuerzos inútiles por evitarlo.
Echaba de menos, como le pasaba a menudo a Eugène, la acción.
Pero esto era nuevo para mí: Yo siempre había resuelto por la ficción, imaginando y describiendo situaciones, soluciones, que compensaban mis carencias de realidad.
Ahora era incapaz de intentarlo siquiera; deseaba actividad cuando no había nada que hacer.
Me acosté, con la esperanza de ser derrotado por el sueño y el cansancio.
Como no podía cerrar los ojos sin que apareciera una distorsionada imagen de Mila, me levanté, desasosegado, y salí a la calle sin destino prefijado.
El verano se aproximaba desvergonzado.
Era ya preferible caminar buscando la sombra.
No tenía hambre, ni me apetecía beber.
Dejé que mis pies me condujeran allá donde quisieran, mientras intentaba ocupar la mente en ridículos cálculos sobre cruces y rayas marcadas en el empedrado de las aceras, manzanas y calles, mirando hacia el suelo, confiado en la escasez de tráfico rodado para salvaguardar mi integridad.
La puerta del jardín, que apareció de repente, fue atravesada sin otro síntoma que la sensación de frescor y vida que procedía del río y de la espesa arboleda.
Los pájaros, ajenos a mi estado de ánimo, alborotaban entre el follaje, y las fuentes, rebosantes de agua corriente, cantaban en cercana sintonía con trinos y alegres o sarcásticos graznidos.
El hechizo del sonido del agua elevó mi cabeza, y así saludé a los pétreos habitantes del jardín, según los iba alcanzando:
¡Hasta pronto, Nereida!,... ¡hasta ahora Heracles!, ¡nos vemos Diana!,... ¡Venus!,... ¡Salud Harpías!...
Me dirigía, lo sabía, hacia Dionisos,... más bien Baco, cuando una pequeña figura, sentada a la sombra, en la esquina, bajo la fuente del niño de la espina, en el borde del banco de piedra, cuya silueta me resultó familiar de inmediato, me hizo señas con la mano, sin hablar, para que me acercara.
Me senté a su lado, al lado de Eugène, sin decir nada, sin tocarla.
Me solidaricé con su mirada perdida en las circunvoluciones del agua que se elevaba alto hasta deshacerse en perlas que se elevaban y caían hasta estrellarse sobre el rizado cabello del muchacho atento a solucionar el doloroso problema de su pie, deslizándose por sus hombros hasta alcanzar el piso, formando ondas sobre la superficie del estanque, en misteriosa composición de luces, colores y música...


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Juan Antonio Pizarro Martín ©