Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XXXII

La  Interpretación de los sueños 

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Me sorprendió el interés de Eugène por conocer mi sueño. Tanto como verla aparecer por mi apartamento tan temprano.

Yo lo había mencionado de forma casual, y ahora me arrepentía de haberlo hecho, no solamente por un natural pudor, sino por una sensación de peligro que no conseguía apartar de mí.
Por eso la insistencia de Eugène me molestó algo.
Además porque en su expresión noté que se trataba de la Eugène fría y calculadora que en ocasiones asomaba detrás de la zalamera y asequible a la que me había habituado. Su frialdad se había acentuado, en todos los aspectos; sus ojos acerados lo ponían en evidencia.
Notándolo ella, opto por convencerme usando armas femeninas que empleaba con éxito y soltura, si bien en realidad simplemente abusaba de mi desidioso estado de ánimo.
Esto no quiere decir que no me explicara sus motivos.
Sí que lo hizo; pero yo no le daba la importancia que ella parecía adjudicarles.
Mi resistencia de principio iba cediendo, y finalmente confesé cómo lo había recordado y escrito de inmediato
-Excelente, Juan –se precipitó sobre el ordenador-. Tu intuición ha sido correcta.
Yo no tenía esa impresión, al verme así asaltado en mi intimidad, pero ya había confesado.
Acordamos que yo me iría a dar una vuelta, a tomar algo por ahí, mientras ella leía y analizaba mi sueño. Para no sentirnos presionados, y porque ella pensaba -no me explicó con claridad por qué-, que aquello podía aportar pistas muy interesantes; incluso dar un vuelco a la situación, según sus propias palabras, y yo podía “contaminar” el relato con mi presencia.
A mí me pareció injustificadamente optimista su valoración de mis desvaríos, pero acepté sus condiciones, y me largué a paseo. El clima lo pedía.
Por el camino, decidí comprar y leer el periódico -la mañana era excelente-, y tomar un vermú en una terraza discreta, donde no fuera recordado de otros incidentes. Por suerte, en Aranjuez las terrazas veraniegas agradables abundan.
Iba tratando de rememorar qué era exactamente lo que yo había escrito, por si había algún detalle o alusión que pudiera denunciar mis sentimientos. En el fondo, nada que Eugène no supiera por sí misma (¡Qué chica más lista!). Así que decidí despreocuparme por un rato.
Olvidé incluso -ni siquiera aparecía claramente en el sueño- a Brigitte. Se ve que el asunto me preocupaba más de lo que yo quería demostrarme a mí mismo, de forma que evitaba incluso pensar en ello: Ni en sueños, al parecer.
Al cabo de un par de horas volví con intención de salir a comer. La invitaría. Y el día nos invitaba a ello.
Leyendo las horribles noticias internacionales, me había vacunado suficiente, y mi despreocupación había retornado.
Encontré a Eugène sentada en la posición del Loto, sobre mi cama.
Tardó unos segundos en volver a la realidad, y en aceptar encantada mi invitación.
No comentó nada con respecto a su preocupación por mi sueño, aunque sí se comportaba con una cierta distancia, como ensimismada. Incluso con una cierta dulzura, que yo echaba de menos últimamente.
Pero en líneas generales, no parecía muy diferente de lo habitual.
Quizá mi prevención era lo que me hacía ver cosas raras. Me tranquilicé.
Sugirió ir al Cortijo, la pedanía de nuestra fallida expedición a la bodega. Allí había un local, con terraza, en el lateral de la Plaza de la Iglesia, agradable y económico, donde comimos a base de pinchos y medias raciones diversas, entre caza y marisco popular, regados con el cuidado vino de la tierra.
Incidentalmente, pensé que su forma de conducir había sido extrañamente pacífica. Estuve a punto de sugerir que podía conducir yo, cuando salíamos, para no romper el hilo de su meditación (la excusa me pareció buena), pero al final acerté al no pedirlo.
No me agradaba mucho acercarme por el territorio de Armando, el bodeguero, pero tampoco lo temía, y la terraza estaba muy animada, porque era sábado, rodeándonos alguna familia al completo, algún madrileño que se creía muy listo, por estar allí, y lo publicaba a los cuatro vientos, como si llevara algo en el negocio, y algún guiri despistado que -por una vez- tenía cara de haber elegido acertadamente en la relación calidad–precio, entusiasmado por poder tirar al suelo las cáscaras de las gambas sin que nadie le llamara la atención.
No era previsible encontrar allí a Armando, pensé luego, porque sus gustos eran sin duda más caros y sofisticados.
Así que la comida transcurrió entre bromas y comentarios sobre la bien surtida cocina de la casa y sus aceptables caldos.
Empezaba a disfrutar y olvidar mi matutina preocupación, y Eugène no dio muestras de prisa ni de presión contenida, comportándose como una muchacha traviesa, sin más.
Al acabar, y apeteciéndonos un café y quizá algún trago largo, decidimos elegir alguno de los gangos de la ribera del río.
Su forma de conducir, sosegada, era lo único inhabitual.
Elegimos un gango cercano, sombreado por elevados árboles centenarios.
En la terraza, cercada de altos búnibos -como se denomina en Aranjuez a los  aligustres o alheñas, por una complicada pirueta etimológica que se remontaba a los primeros jardineros franceses traídos por los reyes- jugaban los pocos niños que se resistían a dormir la siesta.
El río se adivinaba cercano por los árboles que dibujaban su curso sinuoso, y un caz, una acequia para el riego, de gran caudal, refrescaba el ambiente al lado nuestro, discurriendo tumultuoso por entre las huertas.
Aquí y allá reposaban la comida, tumbados sobre la hierba bajo la sombra de un árbol, o en sillas portátiles traídas ex profeso, los probables padres de los niños rebeldes.
Un café de puchero, pasable, un Drambuie en copa de coñac, para mí (me lo había pegado el doctor), y un Rua Vieja de hierbas con mucho hielo para Eugène reposaban sobre la mesa de metal en la larga sobremesa.
Cuando nos hubimos acomodado, enfrentados, Eugène sujetó con ambas manos su orujo, y lo miró fijamente, con el ceño fruncido; para empezar a hablar de negocios, y evitar mirarme a los ojos, supuse.
Yo esperaba ese momento, y respeté su silencio. El lugar y las circunstancias eran adecuados. Agradecí el escenario luminoso y abierto.
Eugène inició el análisis:
-He estudiado con atención tu sueño. Y resulta sumamente interesante.
Era pronto para decir nada, así que, un poco inquieto, esperé.
Por fin Eugène, sonriente, se decidió a levantar la vista hacia mis ojos.
-“Hay cuestiones evidentes, en las que no quiero inmiscuirme. No me interesa especialmente conocer tus fantasías sexuales, ni aconsejarte sobre situaciones de las que yo misma no estoy segura, o desconozco. Si los hombres tuvierais la sensación de renovación completa que se da en nosotras en lo relacionado con las hormonas, la ovulación, la menstruación, de forma periódica y con mayor o menor intensidad, tendríais menos problemas para asumir los cambios emocionales a los que nosotras estamos habituadas. Pero esto es una cuestión colateral. Así que obviaré los papeles de los personajes -reales o imaginarios-, que aparecen allí reflejados, y sus circunstancias”.
“Sólo me interesan algunos, inmersos en ciertas circunstancias notables”.
“El tránsito desde el pacífico paseo al dificultoso camino hasta la cima, también tiene una explicación obvia -que tú mismo puedes interpretar- en el sentido de salir de una rutina apacible para encontrarte en medio de una historia compleja, en la que algunos de tus personajes intervenimos. No merece más comentarios”.
Asentí, bajando un momento la vista, y volviendo después a mirar sus ojos avellanados, serenos, con un leve toque de tristeza.
¿De madurez sobrevenida?
Pudiera ser.
Aquello, el transito a que se refirió, evidentemente, estaba claro: La evolución y las sensaciones asociadas se resolverían, esperaba yo, en un futuro cercano, para bien o para mal. No era esa mi preocupación inmediata. No quería que lo fuera.
Su apreciación parecía proceder, también en ella, de las experiencias recientes.
Tras una breve pausa, que ambos agradecimos, ella continuó:
-“Hay detalles accesorios, como el doctor y Ángel en calzoncillos con la parte superior del frac y chistera, que está extraído de una historia de Tintín, Los cigarros del Faraón, en concreto”.
Tras una breve reflexión, asentí de nuevo.
-“No tiene más significado que remarcar una situación que te parece ridícula, estrambótica –aclaró-, que no entiendes y prefieres pasar por el tamiz del humor, como un gnomo con gafas de sol y bermudas, ...o qué sé yo,... ¿qué es eso del corro de la patata?, ...¡déjalo!, no tiene importancia –yo iba a intentar explicarle, con pocas ganas, mis recuerdos infantiles al respecto. Lógicamente, ella, francesa al fin, no tenía porqué conocer detalles como los juegos infantiles en España- ”...
“Indican, en cualquier caso, que notas una relación extraña, que quizá sea importante no perder de vista. Puede que sea tan sólo un síntoma de desorientación. No lo encuentro raro”.
Mi único papel parecía darle la razón, con que lo volví a interpretar, aliviado porque no se interesara en mis relaciones femeninas, que yo no había considerado, hasta entonces, tan extensas. Pero no quería perder el hilo. Ella continuó:
-“Echo de menos –frunció el ceño- la figura de Hugo”.
Yo también abandoné un instante mi expresión plácida. No me había percatado.
-“Eso me preocupa –siguió- porque su papel es importante en la trama. O debiera serlo. Puede que simplemente te hayas inhibido ante esa situación desagradable. O quizá queda implícita en las dificultades exageradas de tu avance. Para mí significa que su rol está trasladado a algún otro personaje; o a que intuyes que él era tan sólo la tapadera de otra cosa. Pero como la reacción, en cualquier caso, aparenta natural, no le adjudico tan gran importancia a su ausencia directa; es explicable desde muchos puntos de vista. Lo dejaremos así de momento. Aunque no lo debemos olvidar”.
Se decidió a probar su orujo de hierbas, bastante aguado ya, para tomar aliento y que yo pudiera digerir sus palabras, y comentar si lo encontraba procedente. Lo paladeó, y dejo el vaso a un lado, para poder llevar sus manos sobre las mías, que se aferraban aún al Drambuie, sin probar aún.
Notando mi tensión, y que yo no parecía dispuesto a colaborar con una intervención o comentario, continuó:
-“Lo que más me interesa es lo que no resulta tan evidente. Por ejemplo, la Venus. Creo que juega un papel muy importante, pero no termino de ver cuál. Tengo que hablar de esto con el doctor”.
Coincidí mentalmente con ella. Esa parte del sueño me había resultado especialmente extraña; aunque la reconocía construida -como todos los sueños- sobre materiales absurdos, organizados en forma incoherente, la asociaba con la sensación de angustia, y esto era real. En especial cuando llegué a confundir, o a no reconocer, la expresión de Eugène superpuesta con la de la propia escultura. Al final. Un final que no me gustaba nada.
De alguna manera estaba seguro de que la expresión desconocida de Eugène era la de la diosa, ninguna de las que yo le conocía a ella. Y no es que su expresión, la de Venus, resultara desagradable: Era más bien enigmática, interrogante; me producía desazón, como el anuncio de alguna desgracia de la que se hiciera responsable al emisario por no disponerse de otra posibilidad. Pero eso no explicaba nada, porque su misterio seguía intacto.
En realidad yo, conscientemente, no había prestado gran atención a aquella estatua, céntrica y habitual en Aranjuez, nada diferente a muchas otras de la misma época y contexto. Aunque ahora pareciera llamarme...
Había tomado posición preponderante en mi sueño sin ninguna justificación, que yo supiera.
Eso es lo que había detectado Eugène muy agudamente.
Y no podía sino darle la razón.
Aunque no me sentía muy animado a exponer mis puntos de vista en este momento, me sentí obligado, y, en líneas generales y con brevedad, le hice notar todas estas cosas que yo sentía. Ella escuchó, sin comentar, asintiendo, interesada y con síntomas de preocupación.
Optó, por último, por evitar la precipitación, que tanto nos había perjudicado:
-“Dejemos eso aparcado para analizarlo por separado. Quizá necesitemos ayuda”.
Palmeó mis manos, y las abandonó para probar otro poco de orujo perfumado y cruzar los brazos, apoyados los codos sobre la mesa, observando de nuevo un instante las evoluciones del líquido denso en su vaso, que había colocado de nuevo frente a ella, y luego a mí.
Callamos un rato ambos. Nos habíamos vuelto muy reflexivos. Estábamos en la frontera de la desconfianza, no deseada. Tuvo ella que tomar la iniciativa, para romper la leve capa de hielo que nos estaba separando, expresándose con simpatía:  
-¿Qué te va pareciendo?
-Me alegro de que me hagas esa pregunta –quise bromear, por colaborar. No sabía muy bien qué decir. Decidí meterme con ella.
-Parece que la interpretación de los sueños, la psicología, tampoco te es desconocida...
-No te creas. Es más bien sentido común. No podría hacer algo parecido con alguien de quien no conociera sus circunstancias, su personalidad...
-¿Tanto me conoces?¿En unas semanas?
-No. Prefiero no hablar de ello, ahora. Me interesa más profundizar en algunos detalles.
-Ya –me temía lo peor. Algo defraudado, me resigné a seguirle la corriente. La barrera emocional no estaba rota.
-Ahora te debo explicar algunas cosas importantes. En especial, el final del sueño puede ser significativo. En un sentido amplio. Ahí parece existir una información que tú no debieras poseer. O te ha llegado por un camino indirecto. O te ha sido inspirada. –entrecerró los ojos, para ver cual era mi reacción-.
-¿Qué quieres decir?- sostuve su mirada, algo alarmado.
-Hay algunas circunstancias que yo conozco, por otras fuentes, y que no recuerdo haberte contado. Existe la duda de que no sea así. Yo podría haberte transmitido o inspirado algunos de esos detalles en ciertos momentos en que...en fin...estábamos muy unidos –enrojeció un instante, de forma indudable, aunque quiso mantener su expresión seria y concentrada. Como yo no contesté nada, siguió.
-Me refiero, por ejemplo, a las marcas superficiales que indican los árboles. Esto es algo bastante real. De hecho, en parte lo hemos ido comprobando. Recuerda nuestra excursión a la escalera de la montaña rusa. Pero tú no sabías -o yo no soy consciente de habértelo contado- nada sobre las exploraciones que yo ya había realizado antes de... conocernos.
-¿Te refieres a tus andanzas por los tejados  y las terrazas?
-En la misma época. Lógicamente, mis andanzas, como tú les llamas, también incluyeron algunos edificios históricos...
Fui a decir algo, porque yo sabía por propia experiencia de la dificultad  de esas pesquisas, que se me pasó por la cabeza intentar, pero que desestimé enseguida debido a las dificultades burocráticas con las instituciones conservadoras que me encontré. Con que no lo volví a considerar, porque para mí era y es tan válido imaginar como describir. Iba a hacer un comentario sobre ello, pero Eugène se adelantó a callarme, con el dedo sobre mis labios.
-...edificios históricos –repitió-... y, por supuesto, los jardines. Ahí es donde yo iba.
-Los jardines. Los dos –me sonó extraño, teniendo en cuenta que sus preferencias parecían ser otras.
-Los jardines, los árboles, las estatuas, las fuentes...
-¿Y qué encontraste? –Mi curiosidad no era fingida-.
-Por ejemplo, la marca del Pacano. Existe un Pacano en el jardín del Príncipe que es probablemente el árbol más alto en muchos kilómetros a la redonda, y uno de los más viejos. Se trata de una especie de crecimiento lento -americana, aclimatada a estas tierras hace mucho tiempo-, por lo que ese en concreto es especialmente anciano. Se remonta a los orígenes del propio jardín, que fue planteado en principio como jardín botánico, como sucede con algunos plátanos, también inmensos y ancianos. Pero ninguno de los plátanos alcanza en altura al gran Pacano: Deduje que, puesto que se remontaba a la propia construcción del jardín, no era extraño que se plantara allí como una marca...
-¿Y lo era?
-Efectivamente. Marca la entrada de un subterráneo que tiene su otra entrada en la pequeña isla artificial que llamaste la Isla del Ermitaño, formada al paso del cauce, también artificial, que se usa para recrear el bosque inglés, o Laberinto, y que se usó para alimentar la piscifactoria -mientras existió-, y formar los estanques donde destacan los Kioscos recreativos que son la postal tópica de este jardín.
-Pero yo no sabía todo eso...
-En realidad, el subterráneo no tiene ningún interés. Es sólo un pasadizo vacío, que se pudo utilizar como “scherzo”, o quizá no se llegó a utilizar nunca. No figura en ninguna documentación que yo haya podido consultar. Y por otro lado, como dije, carece de interés aparente.
-Entonces el asunto es cómo esa información ha irrumpido en mi sueño, en mi inconsciente, si no se trata de una casualidad.
-En todo caso, un cúmulo de casualidades estadísticamente improbable –Eugène me miraba, pensativa-. Parece que la única posibilidad es que yo te lo haya transmitido. Aunque no veo con claridad cómo.
-Me hago cargo –mentí-.
-Pero hay otra posibilidad, y es que te haya venido dado junto con la idea de Venus, que yo había pasado por alto. Ese factor desarma el entramado racional que yo quería suponer. Y es la siguiente investigación que debemos abordar.
-La mano de la diosa –dije pensativo.
-Sí...    
El ocaso se aproximaba.
La humedad del río, próximo, tenía que ser la causa del frío que nos invadió al unísono.
Las sombras de los grandes árboles se prolongaban y crecían.
Decidimos tácitamente, sin palabras, que era hora de irnos, buscando otros menesteres menos estresantes.


Índice / Index

Juan Antonio Pizarro Martín ©