Sereira:
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XII

La escalera del jardín

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La escalera era una idea obsesiva de Eugène.

Estaba claro que la inactividad era algo para lo que ella no estaba preparada.
Me llamó, con cierta impaciencia, con la idea de analizar por nuestra cuenta y en paralelo con el doctor los datos de que disponíamos; no parecía darse cuenta de que era un trabajo inútil:
Ella no estaba capacitada, aunque quisiera pensarlo, para ese tipo de trabajo, que además probablemente le aburriría; quizá sí que poseía los conocimientos suficientes, pero estaba claro que le faltaba la serenidad, la experiencia de la edad para usarlos adecuadamente. Por mucho yoga que practicara...
Yo estaba en cambio perfectamente capacitado para admitir mi supina ignorancia con naturalidad y aplomo, aunque viéndola en ese estado de excitación, traté de aprovechar su debilidad y tomar las riendas de la situación, llevándola a mi terreno.
Bienintencionadamente, quiero que se me entienda: No pensaba, aunque fuera siempre bien recibido, en las prácticas de telepatía por el “método Eugène”...
Si mi conclusión sobre la situación de “stand by” me llevaba a tratar de conducirla hacia la paciencia, la espera tranquila, aprovechando el tiempo que se nos regalaba en actividades lúdicas, no era sólo porque es lo que más me apetecía a mí.
(Qué bonitos recuerdos, sin embargo,  acumulados en un par de días de “dolce far niente”, sosegados, al menos por mi parte; de un par de noches que traté de aprovechar vaciándolas de sueño para llenarlas..., de otras sensaciones.)
Pero, aunque su espíritu rebelde me sobrepasaba, por una vez, intenté engañarla.
Quizá me lo permitió.
Yo sabía de su conocimiento profundo del casco antiguo de Aranjuez, de cada una de sus edificaciones históricas, de sus jardines, en especial el de la Isla, abundante en fuentes y estatuas, a la búsqueda de señales encriptadas, marcas,... esas cosas que ella buscaba.
También deduje que, con este sistema, habría olvidado o prestado menos atención al jardín vegetal, el del Príncipe, donde lo importante es el paisaje, los árboles, los arbustos, el bosque, y donde sus escasas construcciones se supeditan a la naturaleza.
En mis paseos por el jardín, primero solitarios, había al fin trabado conversación y un principio de amistad con bastantes personas que adoraban ese jardín en particular y conocían sus más íntimos rincones.
Me enseñaron muchas cosas. Más de lo que podía asimilar. Y un común interés nos unía, aunque nuestras motivaciones fueran diversas.
Por múltiples razones a mí me había atraído más que la compleja imaginería del jardín de la Isla, en la que Eugène parecía especializada, y traté de aprovechar mi supuesta ventaja, arriesgándome a su burla, ofreciendo una “pista” que me pareció que podía sacarla de su perpetua tensión.
Como, por algún motivo que se negó a explicarme, la escalera era su imagen obsesiva, la busqué en mi memoria y la encontré: Me refiero a una escalera física, de verdad; no podía arriesgarme a mencionar el significado que Freud suele atribuir a la imagen de la escalera, porque seguro que ella había estudiado psicología en profundidad, y saldría sin duda trasquilado. Y era preferible soslayar el lado emotivo e inclinarse por el pseudoracional, tratando con semejante personita.
Traté de, mediante circunloquios aparentemente casuales, llevarla donde yo quería. Dudo mucho que consiguiera engañarla, pero pareció permitirme hacerlo: Me sorprendió lo fácil que resultó.
En realidad, me tomó en serio enseguida. Una reacción que yo no esperaba, y que de una manera vaga ella relacionó con mi “marca”. Esto me disgustó, sin saber por qué, pero lo olvidé de inmediato, ante su atento interrogatorio sobre mi sugerencia.
Realmente yo había visto esa escalera que, dado mi temperamento romanticoide, me sugirió algunas ideas que trataba de aprovechar para mis escritos. Pero lo importante, para mí, era el lugar donde estaba.
Para llegar a aquel lugar era preciso cruzar, a pie -la circulación rodada estaba rigurosamente prohibida-, “mi” jardín.
Durante el paseo hasta nuestro destino, a través de largas y bien delineadas arboledas alternando con sinuosos caminos cubiertos hasta ocultar el sol, le fui comentando mis impresiones, echándole imaginación, y señalando lo que en el trayecto había ido llamando mi atención.
Su interés me seguía sorprendiendo, pero disfruté viéndola callada durante tanto tiempo seguido: Quizá había entendido, por fin, que nosotros no podíamos hacer nada práctico, y que era mejor aprovechar ese corto periodo en blanco para hacer turismo disperso, de sensaciones...
Quizá me estaba dando una tregua.
Yo lo disfruté lo mismo.
No quise pensar en lo que opinaría mi editor de estas improvisadas vacaciones...
Mi escalera estaba, geográficamente, en lo que podía ser el centro de aquel inmenso vergel.
La forma que toma el jardín la delimitaban dos fronteras: Una natural y sinuosa que forman los meandros del río, separada su ribera del jardín por una larga muralla de piedra, abierta en insospechados embarcaderos en tramos irregulares, que seguía el curso del río, y la otra artificial y lineal, en forma de verja de hierro fundido entramada en columnas de ladrillo macizas rematadas por adornos de piedra. Ambas de kilómetros de largo.
En el extremo donde el puente sobre el Tajo da acceso a la población, se unen las dos. En el opuesto, se abre en grandes sotos de ribera que se prolongan hasta las huertas, por lo que, a grandes rasgos, el jardín se puede considerar un gran triángulo isósceles -no quiero saber de dónde procede este lenguaje tan técnico que de un tiempo a esta parte está estropeando mis novelas, supongo que el doctor resulta en definitiva una mala influencia...-, cuya base cerrara el mismo río en amplia curva.
Como sea, por capricho Real probablemente, o por intuición de alguno de los experimentados jardineros que lo fueron trazando, hacia su centro se construyó, porque el natural del valle es llano, una aparentemente absurda montaña artificial.
Denominada “Rusa” sin ningún motivo más que el de ser una rareza.
Sirve de mirador y de adorno, y sus laderas están pobladas de diversos árboles de gran tamaño, arbustos, bambúes, especies exóticas o de otras latitudes, en imposible mezcolanza, y tapizadas de fresas silvestres.
Su altura no sería notable si no fuera porque es la única prominencia en kilómetros. Pero su inserción en el interior del jardín, rodeada de árboles de gran porte, la hace invisible desde el exterior, confundida su masa vegetal con el resto de elevadas copas que se mezclan con las plantadas en su pendiente.
Se distingue claramente sin embargo su cima, porque está rematada por un templete de madera coloreado en verde intenso y blanco que cumple la misión de mirador, y de refugio.
Llegar allí no lleva más de veinte minutos, paseando, si se sigue el trazado de calles y caminos; algo más si se atraviesan las masas de bosques siguiendo senderos delineados en forma aleatoria por los que se evita el camino real, sin que suponga un atajo seguirlos, ya que no es ese su objeto.
Vienen estos senderos marcados más bien por árboles singulares o macizos exóticos, autóctonos o aclimatados. O por alguna fuente, que en este jardín están ocultas y accesibles tan sólo por caminos que no las anuncian, sino que las muestran por sorpresa.
Y a pesar de su posición céntrica, si seguimos el camino que llamé real, es posible que la “montaña rusa” nos pase inadvertida, porque se aparta de éste, como si no quisiera ser una parada hacia otro lugar, sino un destino en sí misma.
Por supuesto, elegí los caminos ocultos, que yo había llegado a conocer lo suficiente como para no perder la orientación.
Fui comentándole lo que había yo aprendido por mí mismo, y lo que viejos y jóvenes amantes del jardín, que sabían cuándo y dónde una nueva especie había sido plantada, o había brotado de forma espontánea, y conocían algunos árboles por su nombre de bautismo, además del latino, me quisieron enseñar en diferentes paseos de placer, sin meta.
Hasta hace unos veinte años, cuando noviembre iba mediado y hasta mediados de diciembre, los jardineros trepaban a los árboles para varear las ramas y coger las pacanas. Conocían los pacanos por el fruto y los designaban con antiguos nombres propios tan peculiares como: "Espatarrao", "Camello", "Banderilla", "Chiquitín", "Piñón", "Blanquillo", "Rayao", ...   
Eugène me preguntó por algunas especies o árboles notables, no sé si por interés, o por saber hasta qué punto yo sabía de qué hablaba.
Si era esto último, sin duda me descubrió, porque yo no había sido buen alumno y sólo me quedaban en la memoria los detalles que me impresionaban por motivos que nada tenían que ver con la botánica...
Pero pareció conforme con mis aventuradas explicaciones.
No hubiera sido igual si hubiéramos hablado de especies de vid, pongamos por caso. Yo sabía, por experiencia, que era un terreno resbaladizo con ella.
El caso es que llegamos al pie de la montaña casi sin darnos cuenta.
Subir a la montaña era sencillo: Bastaba elegir cualquiera de los caminos bordeados de setos o hileras de cipreses que, en espirales paralelas, confluían en la cima.
Pero nuestro objetivo no era, en principio, ese.
Yo sabía que existía otro acceso, menos evidente, aunque no oculto.
Se trataba de una estrecha escalera pétrea, de cortos escalones de piedra pulida y gran pendiente, amurallada de ladrillos, y que podía suponer un atajo por su vertical desnivel, pero que apenas era utilizada porque los caminos en rampa eran mucho más cómodos y agradables para un ascenso sin prisa.
Además, por estar orientado al norte, bordeada de yedra resultaba más sombría.
Lo curioso, y yo trataba de interesar por ello a Eugène, es que, a través de algunas fisuras de la piedra donde el agua había erosionado los bordes, se podía comprobar la oquedad de toda la montaña. No estaba hecha, deduje, por acumulación de piedras y tierra, sino recubierta por una capa de tierra sobre lo que podía ser un cono o pirámide, en cuyo interior me pregunté qué podía haber. Y ahora se lo preguntaba a Eugène, que miraba, desde el pie de la escalera, hacia arriba, comprobando le existencia de las oscuras aberturas que yo le había indicado.
Y de forma práctica, tras subir algunos escalones, se inclinó y chilló de forma aguda, sin avisar, a través de la grieta de un escalón que ofrecía más amplitud al interior, por rotura, recibiendo en respuesta un eco sordo que confirmaba mis sospechas. Mi natural pudor me hubiera prohibido, caso de ocurrírseme, soltar un grito de esa catadura. Yo, en su momento, había deslizado por una grieta superior una piedrecilla que sonó al poco sobre lo que parecía enlosado, piedra sobre piedra.
La conclusión era la misma.
Eugène admitió que el lugar era para tomarlo en consideración, y ya había localizado, detrás del muro que flanqueaba la escalera, una pequeña puerta verde metálica, que parecía incrustada en la piedra misma.
La proximidad de una  hilera de invernaderos, algunos aperos de jardinería y un botijo en uso delataban la probable utilidad de lo que fuera que hubiera tras la puerta, que estaba cerrada con un candado que Eugène examinó con atención, aunque no hizo nada más con él.
Olvidó la escalera, sin comentar, y eligió una de las subidas en rampa de tierra que comenzaba en un arco formado por el entramado de dos cipreses, y que arrancaba su ascensión muy cerca.
Me tomó la mano y me condujo, en silencio, hacia arriba, por entre los setos que hacían de barrera hacia el exterior y el talud de tierra interior donde se alternaban macizos de flores de temporada con fresas florecidas en pequeños pétalos blancos, apuntando en amarillo su fruto, según la orientación de la falda fuera norte o sur. Tomó de paso una fragante fresa madura que no había sido detectada por los madrugadores pájaros especializados en ello, y me la ofreció, sin dejar de andar despacio, mientras saboreaba la que con anterioridad había recolectado para sí.
Tras un corto espacio de tiempo, distraídos con el privilegiado acceso al paisaje que se nos iba mostrando todo alrededor de la montaña, llegamos a la cima y entramos en el pabellón de madera policromada.
Dentro, en la penumbra de la tracería que contrastaba con el brillante día, cuando la visión se adaptaba al súbito cambio, se prolongaba un banco de madera adosado a las paredes, aunque para mirar el paisaje que se ofrecía desde aquella altura era preciso arrodillarse apoyándose en el marco de las arcadas, sobre el banco, cosa que hicimos, para contemplar el techo de la gran masa arbórea que se extendía en todas direcciones, rayada de caminos trazados con suficiente ancho para no quedar cubiertos por las copas.
Los senderos resultaban invisibles, y solo algunos claros cultivados de hortalizas, para justificar la antigua huerta, frutales bien alineados, más bajos, o algunas zonas de “parterre” clareaban el inmenso mar verde de variados matices, del que emanaban mezclados diferentes aromas, arrullos de palomas ocultas entre las espesas ramas, y otros sonidos supuestamente naturales difíciles de identificar.
La avanzada primavera se mantenía viva en este rincón por obra de los experimentados jardineros que se ocupaban de ello, continuadores de los expertos jardineros que lo diseñaron.
Tras un rato de contemplación silenciosa, Eugène pareció encontrar insospechadas similitudes entre aquellos bancos adosados a la pared, evidentemente bo pensados para una larga contemplación, y los de “la Tetería”. Con el fondo de los pájaros, sin alcohol, decidió que por qué no aprovechar el parecido.
Le hubiera preguntado por sus impresiones sobre “mi” jardín, pero pensé, mientras trataba de acomodarme al estrecho apoyo, que podía esperar a la bajada...
Sin embargo el aviso de la llegada de un inoportuno SMS interrumpió nuestra conversación sin palabras.
¡Vaya!
El hechizo se deshizo.
El doctor le había enviado a Eugène un mensaje de cuatro letras, que ella se apresuró a leer, perpleja:
“Buda”.
-¡Vamos! –Eugène me arrastró literalmente, en loco descenso y absurda carrera, hasta la puerta más cercana del jardín, mientras deliraba sin sentido, murmurando para sí misma.
-Buda, la India, el Tibet, ¡Oriente!...
Había hablado con el doctor, que estaba al parecer de camino.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©