Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XV

Lesbos

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Parecía que yo andaba de suerte.

El doctor había concluido, tras dos horas, que no había conclusión posible.

Además, estaba realmente afectado por su anterior metedura de pata -que achacaba a la precipitación-, y prefirió recoger los datos de los que simplemente había estado verificando su integridad, y retirarse a la universidad, dijo, o donde quiera que tuviera su retiro de estudioso –su torre de marfil-, para analizar aquel galimatías en detalle antes de enviarnos en una expedición sin objetivo claro.

Lo que yo le agradecí, interiormente: Su retirada, no la proyectada expedición, he de aclarar.

Eugène no pareció tan molesta como yo hubiera supuesto. También había rebajado su excitación. Habló vagamente de continuar con su Tesis, cosa que me sorprendió, porque pensaba que aquello era otro de sus cuentos; no me dio la gana preguntarle por el tema de su Tesis.
Tampoco se la veía con aspecto de comentar mucho.

Cuando por fin ambos se marcharon, yo me hice a la idea de tratar de adelantar en mi novela. Más considerando que de momento la tenía económicamente hipotecada, sin haber llegado ni a la mitad. Empecé a re-situarme mentalmente.

Ginger: Había cambiado algo de carácter, en detalles estéticos, pero era sustancialmente la misma. Le sentarían bien algunos toques exóticos, que acomodaban con su carácter. En cuanto a la situación atascada...

La verdad es que me apetecía menos que al principio retomar el argumento donde lo dejé.

Pero al fin y al cabo era mi obligación laboral.

Hubiera preferido continuar las exploraciones por los alrededores de Aranjuez, en compañía de Eugène, pero ella sólo mencionó que me llamaría.

Cuando salieron los dos, cada uno hacia su destino, yo me dispuse a desordenar un poco el medio ambiente, porque mi “habitat” de trabajo precisa del desorden para ser eficaz, y Eugène parecía en cambio propensa a dejarlo todo en su sitio, o inventar un sitio para cada cosa, lo que me tenía bastante desorientado, aun cuando no me atreviera a comentárselo.

El doctor había vuelto a vaciar el ordenador: Quizá temía mi inexistente curiosidad, quizá fuera necesario o una precaución elemental; la idea de alguien persiguiéndonos o vigilándonos que Eugène había tratado de inculcarme no había tenido gran eficacia sobre mí. Recordé, mientras desparramaba por el suelo un par de capítulos inacabados, cómo me había mirado el doctor cuando le comenté lo accesible que era mi vivienda, hasta el punto de que la llave se había convertido en un estorbo.

Quise comprender su punto de vista, lo que me resultaba complicado por que ¿quién que no fuera Eugène, o él mismo, podía tener interés en buscar algo en mi apartamento?¿En mi ordenador?¿Un espía de la Editorial Planeta?

Ni siquiera mi novela, a la que lógicamente valoraba mucho, podía perderse por completo en las entrañas de la máquina. Ni en forma accidental, ni intencionada: Ángel, a requerimiento de mi editor y basado en previas experiencias desastrosas, me había proporcionado un sistema que de forma automática, sin la intervención de mi despreocupada mano, se ocupaba de hacer copias que pasaban, vía telefónica, a un disco duro remoto que era sencillo de recuperar: Como ya había tenido oportunidad de verificar en alguna ocasión, debido a mi torpeza ofimática.

Y la mayoría de los muebles pertenecían a mi casera, que no había invertido mucho en ellos.

Tampoco tenía nada de valor, salvo el propio ordenador portátil, que era propiedad de mi editor; jamás tuve la más mínima preocupación por este asunto.

Mientras cavilaba sobre todos estos detalles en creciente paranoia, me di cuenta de que, lo que realmente me pasaba, es que la echaba de menos, media hora después de que se hubiera ido: La cosa parecía grave.

Necesitaba un tratamiento de choque.

Recordé que, al salir de mi casa, en Madrid, había olvidado recoger algunos apuntes. No es que fueran importantes,... bueno, sí lo eran.

Lo que pasa es que eran anotaciones que yo podía recordar de memoria casi en su totalidad, y mi primera intención era evitar, por cualquier motivo, abandonar mi refugio.

Pero de mi primera  intención quedaba muy poco.

Por otro lado, había delatado mi cercanía tanto a Ángel como a Marta, por lo que la ficción de las Rías Bajas no tenía ya ninguna utilidad.

Y las intenciones, buenas o malas, de que está empedrado el camino del infierno, me condujeron a la ruptura.

Sobre todo, a intentar demostrarme a mí mismo que podía prescindir de Eugène...

Tenía esa necesidad imperiosa, tanto más cuanto que la melancolía había tardado tan sólo media hora en aparecer.

No había terminado de hacerme este auto análisis para afrontar mi síndrome de abstinencia emocional cuando ya había recogido en mi bolsa de viaje lo imprescindible y me dirigía con decisión, tras cerrar con dos vueltas de llave llave la puerta, hacia la estación.

El plan era simple: Me acercaría a Madrid -tres cuartos de hora de tren-, a mi casa -media hora de metro-, recogería los papeles, comería en alguno de los restaurantes de Latina, y volvería tranquilamente, sin saludar a nadie; estaría de vuelta temprano.

Sin tomar el autobús que llevaba a la estación de Aranjuez, que no era muy frecuente en sus horarios, y ligero de equipaje, tan sólo añadía unos veinte minutos más de agradable paseo camino de la estación, bajo la sombra de los plátanos que filtraban el sol matinal.

Desde que me subí al tren de cercanías, pareció como si hubiera desaparecido de Aranjuez y retornado del sueño a la vigilia rutinaria.

Nada más dejar atrás el Tajo, luego el Jarama, los últimos árboles, las últimas huertas de la vega y desembocar en la terrible estepa castellana poblada de polígonos industriales y ciudades residenciales en medio de ninguna parte, entré en una especie de sopor automático que hizo que apenas recuerde cómo pasé las siguientes cinco horas.

Me consta que cumplí mi programa porque las anotaciones para la novela estaban en mi bolsa de viaje.

Y recuerdo haber comido el plato del día por la zona de Encomienda en un local que me era desconocido, aunque se parecía a tantos otros, donde tocaba cocido madrileño.

Tuve cuidado de no ir a ninguno de mis comedores habituales, donde pudiera tropezarme con algún conocido.

Poco después, y renunciando de nuevo al autobús que me llevara desde la estación a Aranjuez, declinando el día, volvía a mi apartamento.

No había curado mi melancolía, pero me sentía algo más dueño de mí: Había logrado algo de distancia con respecto a la profundidad de mis sentimientos...  

(...)

Sé que no debiera haberme quedado, por respeto a su privacidad.

Pero primero la sorpresa me paralizó, después me poseyó el demonio de la perversidad. Finalmente, aún dudo de mis propios sentimientos.

Cuando llegué a mi apartamento, que tenía razones para pensar abandonado a la soledad, evidentemente no era esperado.

Tampoco esperaba yo encontrar la puerta abierta, si bien no era tan raro porque el resbalón -ya lo había experimentado otras veces-, desgastado por el uso, no cerraba bien si no te tomabas mucho interés en que lo hiciera.

Incluso -estoy seguro- podría ser abierto de un empujón aunque se hubiera aparentemente encajado correctamente. Creí haber echado la llave, aunque quizá fuera una precaución inútil en última instancia.

El caso es que la puerta estaba entornada, yo no era esperado, y no hice ruido o no fui escuchado.

A juzgar por la concentración que observé, prefiero pensar que no me oyeron.

Mi primera intención al verlas fue hacerme notar -un carraspeo, un saludo-, pero un reflejo inconsciente me paralizó.

Aseguro que estuve un tiempo razonable de pie, en el marco de la puerta de mi habitación, sin hacer nada por ocultarme, con la boca entreabierta para pronunciar un saludo que nunca fue.

No era extraño, en principio, que existiera entre Eugène y Mila suficiente  efusividad y confianza como para abrazarse, como prefieren las hembras, en lugar del frío apretón de manos del macho; pero la situación derivaba hacia otra conclusión, por la duración del abrazo, el silencio obligado de labios contra labios, la exploración del cuerpo contrario con manos ávidas...

De espaldas a mí la silueta inconfundible de Eugène, para mí ya tan familiar, era investigada en toda su extensión por las manos de Mila, que no podía haberme visto porque, primero, su cara desaparecía tras la redonda cabeza de Eugène, y después, cuando rozaba con los labios cuello y lóbulo de la pequeña oreja de Eugène, porque tenía los ojos cerrados.

Llegado a este punto, tenía que optar:

O desaparecía discretamente como persona civilizada; o me hacía notar en tono que quisiera ser casual, como si acabara de llegar. O permanecía allí, al amparo de la oscuridad del pasillo, guiado de morbosa curiosidad.

Cuando la mano derecha de Mila, sobre la cintura de Eugène, empezó a elevar lentamente su camiseta negra, desnudando despacio su espalda, yo ya no podía elegir, ni tener dudas acerca de lo que estaba pasando.

Me siento obligado a explicar, por otro lado, que entre los muchos sentimientos que me inundaban en aquellos momentos, mientras daba un paso atrás hacia la oscuridad del pasillo, no figuraron los celos al principio; al menos no con el peso que yo mismo hubiera supuesto: 

Estaba más bien asombrado.

Mientras, la camiseta de Eugène, arrastrada espalda arriba, mostraba la depresión de su espina dorsal, hasta hacer asomar el cierre del sujetador que extrañamente vestía, contra su costumbre. Quizá por aquel antiguo axioma de que la mujer se viste más cuanto más dispuesta está a desnudarse, elucubré nervioso.

A la par Eugène no había permanecido inactiva sino que, acariciando la nalga izquierda de Mila con su mano derecha, sobre la tela de los vaqueros ajustados, hasta la entrepierna, había provocado que ésta elevara su muslo y rodeado con su pierna las nalgas de Eugène, para intentar contactar más directamente su pubis con el de ella, en equilibrio inestable, presión que Eugène aprovechó para elevar sus brazos y permitir que su leve prenda sin hombros se deslizara con facilidad sobre su cabeza, dejando su torso vestido tan sólo con el sujetador blanco -talla ochenta-, que se apresuró -una vez la camiseta resbalaba hasta sus pies- a desabrochar ella misma, manipulando con sus dos manos sobre el cierre, bajo sus omóplatos, en contorsión que le obligaba a cerrar sus nalgas y presionar aún más su vientre sobre el de Mila.

Al deshacerse Eugène del sujetador -que cayó, apenas un copo, sobre la camiseta-, echó la cabeza hacia atrás, agitándola levemente, como si quisiera apartar el pelo de su cara, siendo que no existía tal cantidad de pelo como para estorbar la visión en ningún modo y que sus ojos estaban, también, cerrados, por otro lado. Este ademán me llevó a tratar de imaginar por un instante cuál sería su imagen rematada con su lacio pelo negro largo, en lugar de la redonda cabeza  de pelo de pincho que yo siempre había conocido.

Medite vagamente que conocía hasta el último rincón de su cuerpo pero, evidentemente, no la conocía a ella, concluí, con cierta tristeza.

Y tengo que volver a insistir en que mis sentimientos, algo contradictorios, estaban respondiendo de una forma que yo, en otras circunstancias, no consideraría “normales”.

Ella echó su cabeza más hacia atrás aún, sus manos sobre los hombros de Mila, en forma que ésta pudiera descender por su fino y largo cuello hasta sin duda perderse en sus pequeños y turgentes senos –supuse sus pezones erectos-, elevándose a derecha e izquierda, por efecto de sus brazos levantados:

Aquellos pequeños senos nacarados que yo no veía, pero que tan bien conocía, redonda y estrecha aureola oscura, rectos y largos pezones, su marca, lunar, o lo que fuese...

Aunque yo no lo había advertido, (por momentos veía con la imaginación más que con los ojos) al bajar sus brazos Eugène debió entretenerse en desabotonar la ceñida camisa de lino que apenas contenía las formas sinuosas, sensuales, de Mila, que yo había sospechado más de una vez, mientras Mila maniobraba con el cierre de su propio sujetador -talla noventa- que se aparecía negro, sobre el azul oscuro de la camisa, que, con rapidez inusitada, en estudiada contorsión -nueva presión vaginal- se deslizó, tropezando en su muslo, aún elevado, hasta el suelo, al lado contrario de la ropa de Eugène.

Curiosamente, aunque yo no supe cómo, esto lo hizo sin deshacerse de la camisa, que sin embargo no alcanzaba a cubrir sus pechos.

Oculto en la penumbra, yo contenía la respiración, fuertemente excitado, para mi vergüenza, acometido por sensaciones ambivalentes.

A la luz del sol filtrada por la persiana, uno de los exuberantes senos de Mila, el izquierdo, dejó asomar por el costado de Eugène, bajo su axila, su aureola redonda, difusa y amplia, donde destacaba un pequeño pero erecto pezón que había escapado bajo la presión, torso contra torso. Aunque por algún extraño motivo Mila no hacía intención de deshacerse de la ligera camisa.

Mila, ligeramente más baja que Eugène, lo recuperó con su mano, tratando de elevarlo, sin duda para contactar con los pequeños senos de Eugène, para aprisionarlos entre los suyos, dentro de su camisa, fuera de mi inspección indiscreta.

Ambas echaban un poco la cabeza hacia atrás. La cara de Mila, frente a mí, se levantó un instante -ojos indolentemente cerrados, negras y largas pestañas, indefinida expresión en su boca entreabierta, labios rojos y húmedos, leve suspiro- para hundirse de nuevo entre los senos de Eugène, en lento y laborioso descenso, mientras recuperaba el apoyo de sus dos piernas, bajando su muslo parsimoniosamente y sin perder un segundo de contacto con los muslos de Eugène, y más abajo, abriendo las piernas para poderse flexionar, en cuclillas, descendiendo hasta perder su cabeza a la altura de la cintura de Eugène, que ladeaba lentamente su cabeza, derecha e izquierda, por lo que pude averiguar, de refilón, que sus chispeantes ojos avellana permanecían cerrados.

Mila, ahora de rodillas, había desabrochado los jeans de Eugène, y pugnaba por hacerlos bajar, con dificultad,...

Tuvieron que oírme cerrar la puerta. Desde luego, era mi intención. Confusamente, pretendí sin duda provocar un sobresalto vengativo; pero no esperé a verificarlo.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©