Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XVI

Resaca

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El cactus destinado a absorber las malas vibraciones del ordenador parecía mustio, o yo lo veía así.

La pelusilla de su tronco parecía lacia.
Su textura rala.
Su brillo apagado.
Su tacto, para no probar, porque ya sufrí su roce en otras ocasiones y la pelusilla, que se adhería a la piel, era tóxica, amén de dolorosa.
(Veo difuminado, borroso)
La pelusilla me recordaba a Eugène.
¿Era tóxica Eugène?
Dolorosa, sin duda.
Anoche me acompañó a casa; me llevó, debo decir.
Me acostó con una de esas borracheras poco lúcida, desatinada, injustificada, desesperada, inconsciente, ¿simpática?, ¡Insensata!
-¿Qué te hace suponer que lo que deseas es otro whisky, si ni siquiera puedes coger el vaso con seguridad?
-¿Cuál de los dos vasos?
Me llevó a pie a casa cuando el barman, que nos conocía, nos invitó amablemente a abandonar el local, vacío, sin música de fondo desde hacía,... no sé.
Hice amago de mirar el reloj, como si me importara la hora.
Vi un bulto borroso, luego dos bultos.
Finalmente, me desenfoqué.
Me levantó del alto taburete de la barra, me agarro por la cintura, y salimos.
No quiso coger su coche, quizá por si me dormía o le vomitaba dentro -Razón tenía para suponer cualquiera de las dos cosas-. Quizá para que me diera el aire. Quizá se lo pedí y no lo recuerdo.
Me iba diciendo algo sobre que los hombres nos resistíamos a dejarnos ayudar  en estas circunstancias por no sé qué orgullo.
Yo, efectivamente, me estaba resistiendo de intención: Interiormente.
Para más no daba.
No acertaba a dar dos pasos derechos y notaba que arrastraba su ligero peso hacia el suelo, sin poder evitarlo.
Eugène reía, hablaba, se reía de mí.
Ella también había bebido algo, pero ni comparación con lo mío.
Cuando me encontró, en la barra de la Tetería, yo llevaba allí un par de horas bien aprovechadas en cuanto a ingestión de alcohol.
Traté de mostrarme distante, con poco éxito debido a mi perdida lucidez.
Ella se extrañó, creo, al principio.
Luego decidió al parecer acompañarme en el trance, fuera cual fuera...
Finalmente pareció entender mi situación real, y se ocupó de que no hiciera demasiadas tonterías.
Sin demasiado éxito, también.
Recuerdo haber pedido otro whisky sin percatarme de que el último seguía sobre la barra, restos de hielo flotantes, rocío en el exterior del vaso.
El camarero, compadecido, se limito a rellenar con más hielo, mientras comentaba a Eugène algo que preferí no entender.
Supongo que estaría en relación con la hora desde la que yo llevaba allí.
Creo que aún había música...
(...)
Me desperté sin zapatos, sin camisa, con el pantalón puesto.
Me pareció recordar una discusión estúpida sobre los zapatos, de la que evidentemente salí derrotado.
¿O fue después de dormirme?...
Eugène me había arropado con una sábana ligera, había apagado la luz y se había ido, sin despedirse. O no recuerdo que lo hiciese.
Yo había cerrado los ojos.
El techo negro empezó a girar.
Primero despacio, después más rápido, junto con la habitación y la cama.
En un arranque de lucidez conseguí arrastrarme hasta la taza del water, introduje la cabeza y casi de inmediato vomité, líquido.
Vomité hasta notar el sabor de la bilis en el paladar.
No había cenado (estúpido).
Mantuve un rato la cabeza dentro de la taza. Luego la levanté.
 Noté que la casa ya no giraba, apenas.
Apreté el botón del desagüe, aprovechando que me apoyaba para ponerme de rodillas, y, de rodillas, volví a la cama, a la que trepé, y me dormí de inmediato.
No me dolía la cabeza, pero me molestó profundamente el rayo de sol que daba sobre mi cara.
Eso me despertó de golpe.
Estaba todo confuso, borroso.
El cactus también.
No tenía ganas de levantarme para bajar la persiana, pero me levanté, para orinar.
Metí la cabeza en el frigorífico, mirando entre los párpados no del todo abiertos; me metí casi dentro apoyado en el marco de la puerta. Miraba sin ver.
Estaba fresco, y eso resultaba agradable.
Empecé a indagar con más atención por si hubiera cualquier cosa dentro que me apeteciera o me ayudara a sentir algo mejor. Enfoqué la vista todo lo posible y tropecé finalmente con el brik de leche.
Leche fría, con café, soluble, sin azúcar...
Me metí después bajo la ducha, sentado en el plato, una media hora, y recuperé fuerzas para continuar con mi novela: Me lo impuse como una obligación.
No necesitaba salir en todo el día para nada, el frigorífico estaba bien provisto.
Y no me apetecía bajar a por el pan...


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Juan Antonio Pizarro Martín ©