Conociendo la forma y las consecuencias, es posible deslizarse entre planos paralelos.
Si elegimos correctamente el lugar y el momento, iremos a desembocar al punto justo que deseamos en el espacio y en el tiempo.
En realidad, los planos paralelos -y digo plano como una forma de
hablar, para resultar inteligible, puesto que realmente es más
propio hablar de universos paralelos-, son teóricamente
infinitos, y no pueden, técnicamente, interactuar; aunque todo
esto no es exacto; lo cierto es que existen interferencias sutiles
entre mundos.
(Toda esta teoría está simplificada, por supuesto).
Dadas las circunstancias, y puesto que nos hemos tropezado con ello,
tenemos que también considerar los universos -o planos, como
prefieras-, de tipo convergente u ondulatorio: Aquellos que atraviesan
de forma aleatoria, o siguiendo una periodicidad, o en un sólo
punto, a los universos paralelos.
En estos planos habitan, por un lado, seres extraños al espacio
tiempo, semi materiales, híbridos entre la vida y el
espíritu puro. Seres superiores a la raza humana, que, debido a
su superioridad, ni siquiera nos prestan atención, por lo que no
es preciso considerarlos.
Además, a estos planos ondulantes van a parar los restos de los
espíritus inmateriales de las vidas acabadas en forma
accidental, prematura, o excesivamente apegadas a la materia: Lo que
vulgarmente llamamos fantasmas.
Éste parece ser nuestro caso. Hemos coincidido con un fantasma.
Aunque, a juzgar por su forma de actuar y lo que parecen sus
intenciones, no se trata de un espíritu ajeno a nuestro
objetivo, sino involucrado e interesado en interactuar.
Quizá es un ser fantasmático...
(...)
Junto a la maquinaria, una figura con reflejos violetas, transparente,
claramente humana en su aspecto general pero ajena a la vida conocida,
inmaterial. No puedo precisar si estaba allí cuando llegamos a
la inmensa gruta, o apareció ante nuestra presencia: Si
apareció de pronto, lo hizo en absoluto silencio.
Nos miraba de frente, ojos titilantes, negros, faz envejecida,
ceño fruncido, traje talar blanco del cuello a los pies... y a
su través, la máquina: A través de sus manos, los
mandos, indicadores, reguladores, que parecía intentar manipular.
¿Era real aquella presencia?
A pesar de su expresión adusta al menos a mí no me
produjo sensación de miedo, quizá algo de rechazo
indefinible.
Eugène, que había cogido mi mano y la apretaba nerviosa,
se había situado a mi lado, pero levemente detrás.
Sentí que mi inconsciencia me hacía valiente y, sin
preguntar, empecé a avanzar lento pero seguro hacia la
aparición, arrastrándola.
De pie frente al cuadro de mandos -para nosotros de perfil-, giraba la
cabeza hacia nosotros, dándonos la cara, estático en
conjunto, aunque su inmovilidad resultaba natural.
Su mano derecha, la más cercana a nosotros, se posaba sobre lo
que parecía una palanca deslizante, inmóvil en cualquier
caso. Su otra mano caía sobre su costado, y nos hubiera
resultado invisible sin la cualidad translúcida que la perfilaba
a través del ropaje; también permanecía inactiva.
Su expresión, como enojada, estática como una
fotografía algo difuminada, quedaba perfilada por una luz que
mostraba detalles, puntos, brillos de su faz.
Pensé en un holograma, una fotografía tridimensional
conseguida con LASER, un efecto que me resultaba familiar: Esta idea
tranquilizadora era probablemente lo que hacía que no aflorara
en mí el miedo, sino la curiosidad.
Sin embargo, a juzgar por el modo de ocultarse tras de mí y la
forma nerviosa en que apretaba mi mano, Eugène sí
parecía asustada o preocupada. Evidentemente, su
información era mayor que la mía, lo que yo hubiera
debido tener en cuenta.
Sin embargo yo seguía acercándome, como si tal cosa,
satisfecho de no hacer el ridículo por una vez ante
Eugène, aunque sin valorar lo que mi audacia sobrevenida, de
tipo nervioso, inconsciente, me pudiera costar.
La abundante luz de tono violáceo marcaba el ambiente general.
La figura -u holografía si era cierta mi suposición-,
seguía inmóvil.
Yo había avanzado hasta unos cinco metros de la posición
en que permanecía, y me detuve por fin. Miré de
refilón a Eugène para no perder la cara a lo que fuera,
por lo que pude apreciar, además del reflejo violeta
también sobre su rostro, que éste, y casi todo su cuerpo,
se habían colocado descaradamente detrás de mí: Su
expresión mezclaba asombro y preocupación, lo que
finalmente me preocupó a mí, aunque no tanto como para
superar mi curiosidad.
La figura, translúcida pero nítida y perfectamente
perfilada, tenía el aspecto de algún antiguo sacerdote
pagano, druida o similar: Abundante, largo, lacio pelo blanco; barba y
bigote que ocultaban su boca, mejillas y cuello; ojos pequeños,
negros y brillantes que titilaban de forma irregular, siguiendo el
ritmo de la tenue iluminación; cejas tupidas, canas y en gesto
de enfado o desagrado; frente que se adivinaba amplia, bajo el pelo,
dividido por la raya central.
Sobre los hombros y hasta el suelo, una hopalanda clara, holgada, sin
cinturón, de textura que asemejaba al lino, sin costuras
visibles. Cerca del borde inferior una estrecha banda dorada rodeaba la
toga como único adorno. En el borde de las amplias mangas se
repetía la misma estrecha banda purpúrea.
Su mano derecha asomaba larga y huesuda, con su brazo desnudo casi
hasta el codo, por la amplia manga arremangada; la izquierda, que se
transparentaba a través de su costado, permanecía casi
cubierta por la manga correspondiente.
Su inmovilidad era absoluta, salvo el titilar del reflejo de sus ojos y
algunos brillos dispersos y cambiantes sobre su pelo y su vestimenta,
consecuencia de la vibración violeta que inundaba la estancia.
Constatada su inmovilidad y la aparente inocuidad de lo que fuera
aquello, y ante el silencio y la inactividad, traté de
interesarme por el conjunto de la sala, que parecía contener tan
sólo el panel sobre el que se apoyaba el anciano, y que se
sostenía sobre algo parecido en forma y altura a un
púlpito, de exterior metálico mate y sin dibujos o marcas.
Sobre el panel, diversos mandos e indicadores luminosos, uno de los
cuales parecía ser el objeto de la atención del anciano.
La luz violeta parecía emanar de los cuatro bordes de la sala en
su unión con el piso, pero esto era una impresión que
podría ser un efecto óptico: Parecía más
brillante cerca del ángulo que las paredes formaban con el piso
y degradarse o difuminarse hacia la bóveda, invisible.
Parecía también emanar de los bordes del púlpito
donde éste se unía al enlosado del piso.
Estaba evaluando estas circunstancias, cuando nos sobresaltó una
voz de origen incierto y volumen moderado, que dijo despacio "Salve", y
luego continuó, lentamente, en lo que mis recuerdos infantiles
de misa dominical detectaron como latín, si bien no dominaba yo
en absoluto tal lengua.
Saltamos al unísono hacia atrás, pero la calidez de la
voz y la evidencia de no existir ningún otro síntoma
agresivo nos detuvo.
Entonces Eugène, por fin, se me adelantó, escuchando con interés.
¡Si sabría latín, la chica ésta!
Eugène pareció recuperarse de su temor, que yo no
había compartido hasta ahora, para prestar atención al
discurso.
Debía ser algo de interés, porque se adelantó aún más.
(Absurdamente, puesto que, en cuanto al oído, no había
ventaja alguna en la posición. O yo me estaba volviendo
más precavido).
Me señaló la figura, que parecía seguir atemorizándola en cierta forma.
Sus labios, los de la figura, no se movían.
¿Era un grabación?
(...)
Sí; sabía Latín.
Araxis habló desde un lugar indeterminado.
Usaba el latín para hacerse entender, pero ese no era su idioma
materno: El latín fue una necesidad, por su relación
obligada con el imperio romano; su lengua original, que Eugène
no supo catalogar, estimó sin embargo que pudiera ser una mezcla
de gaélico y celta, con raíces norteafricanas.
Era, al fin, un dialecto muy localizado, sin duda poco difundido,
formado por varias lenguas en confusión, pero sorprendentemente
rico en expresiones espirituales y relacionadas con la naturaleza
cercana: No resultaba práctico fuera de unos límites
geográficos muy limitados conocer la designación
descriptiva y compleja de ciertas plantas endémicas, por
ejemplo, y sí su nombre vulgar latino.
Su latín, según Eugène, resultaba muy primitivo,
con giros y palabras que no se usaban habitualmente. Pertenecía
a la época de las primeras incursiones romanas en la
península ibérica, poco evolucionado en
comparación con el que las legiones romanas llevaron
posteriormente a la Galia, a Bretaña o a Germania, pero en
general sencillo de comprender, para quien comprendiese el
latín, se entiende.
Todos estos datos le situaban en el tiempo y en el espacio.
El nombre que le fue dado en su tierra de nacimiento se podía
transcribir fonéticamente como Arranses, y se latinizó
como Araxis, o Aruxis, según la fonética que se aplicara.
Era, indudablemente, un espíritu de la tierra, atrapado en el tiempo.
Un fantasma olvidado de otras eras.
(...)
Tras unos segundos de atención, cuando el recitado hubo
concluido, Eugène reflexionaba, aunque lo hacía en voz
alta, de forma que aporté mis cualidades de oyente con
apariencia de interés -lo único que podía hacer,
como de costumbre-, intentando entender lo que murmuraba. Como no
había entendido nada de lo que se nos había transmitido,
tengo que suponer la relación entre lo explicado por el fantasma
y las deducciones de Eugène. Pero no me consta.
(...) “Podemos establecer como hipótesis que el tiempo está dentro de nuestra cabeza.
Para apoyarla, aportamos la prueba de cómo la percepción
del tiempo varía con la persona, la situación y la edad.
Para los niños, el tiempo discurre muy lentamente, como en una
espera impaciente; en la madurez, los años parecen volar; para
los ancianos fluctúa en periodos irregulares,
Pero es una hipótesis poco sostenible, porque en el caso de
dimensiones que tenemos más asumidas filosóficamente,
como el espacio, se dan situaciones similares en cuanto a la
percepción, y es demostrable que podemos usar medios objetivos
para medir con exactitud cada situación. Es decir, la distancia
entre dos ciudades cualesquiera es la misma si nos trasladamos de una a
otra en avión o en bicicleta; sin embargo, al resolverse en
transcursos de tiempo muy diferentes, percibimos la misma distancia
como diferente, aunque somos conscientes de que no es así.
Aunque al hablar de percepción, que siempre resulta subjetiva, hablamos de fe.
Otro aspecto a considerar es el tratamiento, la forma de abordar cada
caso. Y los resultados obtenidos pueden no depender del método:
La discusión entre psiquiatría y psicología no
está, ni mucho menos, resuelta, y a menudo depende de la
percepción en un aspecto que se puede considerar como subjetivo.
El fantasma, forma intangible, incrustada sin desalojar masa en un
tiempo que no es el suyo, puede o intenta aportar consigo su propio
tiempo y circunstancias, y su objetivo suele ser interferir
interactuando; pero sus razones últimas están viciadas,
porque no tiene en realidad capacidad suficiente para hacerlo.
Existe pues la voluntad inútil; la intención de cambiar, normalmente, un pasado desagradable o truncado.
Existe la voluntad, pero apenas la capacidad.
Las palabras de un fantasma no son fiables, como norma, pero expresan
una realidad que puede ser presente y actual, o pasada e imaginada. O
ambas cosas a la vez, por lo que necesitamos deslindar la
información útil de la engañosa”.
Tras esta clase de filosofía aplicada, por fin pareció
animada a actuar, que era lo suyo, lo que noté no sólo
por su cambio de tono, sino por la presión de sus manos, como
para captar mi atención inmediata:
-Si estuviésemos en la situación que pienso –me
decía ahora Eugène, mientras miraba fijamente la figura
transparente- podríamos intentar un experimento didáctico.
Interiormente me eché a temblar: Supuse, con experimentada
razón, que yo sería el conejillo de indias objeto de tal
experimento.
Más aún al apreciar el brillo burlón de sus ojos,
el titilar de pupilas que presagiaba que dentro de poco me vería
en situación precaria, mejorando lo presente, y a su merced,
como de costumbre.
Ahora había aflojado de nuevo la presión, aunque no
había abandonado su posición geográfica,
detrás de mí, asomando sobre mi hombro, usándome
claramente como escudo humano. (Aunque mi protección, yo era
consciente, se limitaba a lo moral, más emocional que eficaz).
Al fin, y esbozando aquella sonrisa pícara, juguetona, que yo
conocía, se adelantó sobrepasándome y
avanzó, despacio pero sin dudas, hacia Araxis hasta situarse muy
cerca suyo.
Sin volverse, me hizo con la mano seña imperiosa de acercarme a
su lado, lo que hice, a pesar de mis abundantes y fundamentadas dudas.
Sucumbí a la tentación de apoyarme suavemente sobre sus
hombros, lo que me dio de inmediato seguridad, por una mezcla de
atracción animal y una transmisión, o intercambio, de
energías positivas: Como de costumbre, yo no sabía
qué comentar, ni se me ocurrían preguntas coherentes,
así que mantuve un sabio silencio, concentrándome en
apreciar el suave tacto de sus hombros desnudos.
Y aunque yo no creía mostrar síntomas de nerviosismo o
temor, ella cruzó su brazo izquierdo hasta cubrir mi mano sobre
su hombro, acariciándola con suavidad, como tranquilizando a un
animalillo asustado, papel al que ya me iba habituando.
Lo cierto es que de nuevo ella controlaba la situación y yo, no
sé con qué base, a decir verdad insensatamente, me fiaba
de ella.
-Veamos –interrumpió mis precavidas reflexiones-. Creo
que, primero, vamos a hacer una experiencia física, de
verificación, curiosa.
Ahora se deshizo de mi mano, volviendo su cara hacia mí, para
coger mi mano derecha con la suya, llevándola sin prisa pero con
decisión hacia delante. Sin duda hacia la figura transparente e
inmóvil, que fue limpiamente atravesada, con una
sensación indefinible, o quizá inexistente fuera de mi
cabeza.
Ella no intentó, por otro lado, avanzar.
Tan sólo estiraba su brazo, arrastrando al mío a
través de los pliegues del vestido talar de aquella
proyección lumínica inmaterial, en dirección al
panel de control delante del cual nos encontrábamos los dos
(¿O los tres?).
-Puede no ser un caso típico. Se trata aparentemente de un
iniciado; puede que no sea alguien concreto, sino el símbolo de
algo...Mi opinión es que se trata del símbolo del antiguo
Aranjuez personificado.
Yo escuchaba sus incoherentes murmuraciones precavido, precaución que obviamente compartíamos.
Sin embargo su prevención se justificó cuando, al
unísono, y al contactar con algo material que se
manifestó en forma de cosquilleo eléctrico, como un
calambre de baja intensidad, saltamos ambos hacia atrás.
Tan sólo un breve trecho, porque la corriente no
sobrepasó ningún umbral de temor o alarma, o dolor,
aunque suficiente para que ambos echáramos nuestros brazos hacia
atrás, repelidos.
De inmediato volvimos a la carga (volvió quiero decir, tras
coger de nuevo mi mano) mientras Eugène seguía
murmurando algo relativo a que no era real,... no sé que.
Como auto convenciéndose; lo que a mí, lógicamente, me mosqueaba...
Soportando esta vez el leve cosquilleo que provocaba el contacto con
algo de cualidad material, pero de solidez extraña, iniciamos
una excursión sobre los relieves del armatoste, como si
fuéramos ciegos.
A decir verdad, iba apreciando semejanzas con nuestra experiencia en el
sótano de la corrala, aunque también se daban diferencias
de conjunto notables: Sobre todo, no existía, o yo no la
apreciaba, señal de vibración sonora.
Hoy, para mi sorpresa -aunque parecía hablar consigo misma, por
que no me miraba-, Eugène parecía dispuesta a dar algunas
de las explicaciones que habitualmente me escamoteaba: Quizá
para verificar en mi interpretación, de ignorante, si el modelo
que teníamos delante encajaba con el que ella preveía o
imaginaba. Para contrastar sus percepciones.
Me consolaba comprobar que ella no lo sabía todo...
-La figura fantasmática sólo existe como imagen de luz
–recitaba, mientras atravesábamos impúdicamente la
cintura de Araxis -. No existe en realidad salvo como ente viajero del
tiempo, atrapado en su propia idea.
-La Máquina es real –continuó en tono didáctico.
Ahora rozábamos la superficie de tacto hormigueante de la maquinaria, siguiendo sus formas, sus indicadores y sus mandos.
-Es real, pero su materia comparte varios tiempos diferentes. Su
materia aparece y desaparece, se desintegra y se integra sobre una
sucesión de tiempos a una frecuencia elevadísima,
invisible para la vista humana, pero que se aprecia mediante una
sensación táctil.
Curiosa situación, pensé. No quise imaginarlo. Pero no
quería interrumpir, así que guarde mis preguntas
estúpidas para otro momento.
-Indica –siguió ante mi silencio atento- una Puerta
Abierta, aunque invisible. Se precisaría una invocación...
Se interrumpió, para continuar con tono responsable:
-Pero no lo vamos a hacer.
Su decisión me tranquilizó un poco.
-Quizá podríamos grabar la información de Araxis,
pero no creo que en realidad sea muy importante. Bastará con que
recordemos las líneas generales.
Supuse que se refería a ella misma, porque yo de latín...
Seguimos, manos unidas, la inspección. No conocíamos, al
menos yo no podía imaginar, la utilidad del panel, que
parecía estabilizado en posiciones y marcas fijas.
Como respondiendo a mi cuestión muda, indicó ella, más informada:
-Se trata de un control para una maquinaria magneto – temporal,
que estabiliza y marca el acceso. Es una especie de boya indicadora del
magneto principal que, como sospechaba el doctor, está en estas
coordenadas, probablemente bajo nosotros. De ahí proviene la luz
que parece filtrarse del piso.
Perfecto. Ya sé lo que es, pensé para mí. ¡Qué bonito es saber! Ya no pude más:
-¿Para qué sirve? –acabé tirando a voleo.
Sorprendentemente, hubo una respuesta concreta, en lugar del “no te preocupes”, tan preocupante.
Aunque la respuesta no rebajó mi preocupación:
-El uso adecuado del magnetismo es un medio muy eficaz para el
transporte. La energía magnética, correctamente usada,
adquiere las cualidades de la energía gravitatoria, comparte con
ella naturaleza y potencia, y por ello la puede vencer o controlar, lo
que facilita el viaje espacial, complementario de la ingravidez.
-Ya –quise simular que entendía.
-Igualmente, al superarse las dificultades del viaje intergaláctico, el transporte temporal queda al alcance de la mano.
Empezaba a aburrirme de no entender y sentí que era hora de tomar una decisión de inmediato.
Sospeché que ya estaba tomada con antelación, y
quizá fue eso lo que me animó a preguntar: Poder obtener
una respuesta positiva a mis deseos.
No voy a negar que los experimentos físicos me resultaban
curiosos, pero todo ese mundo sin pies ni cabeza debía
necesariamente resultar peligroso, y no había por qué
añadir riesgos inútiles, aunque Eugène pareciera
tenerlo todo tan claro.
-¿Nos vamos? –insinué.
-Sí.
No añadió ningún comentario.
Pareció, en un último vistazo, recopilar los últimos detalles para justificar la tarea exploradora.
Me puse a pensar, con desagrado, en todo lo que nos quedaba por desandar:
El camino de vuelta se podía hacer largo, y los accidentes o despistes no estaban descartados.
Miré la hora, para evaluar las posibilidades de aprovechamiento
del resto de la noche: El reloj se debió estropear en alguna de
las inmersiones en agua o lodo, a pesar de las garantías del
fabricante. Aunque no era fácil saber si la hora que marcaba se
refería a la mañana o a la tarde, la lectura resultaba
absurda en cualquier caso: No existe una hora que se pueda definir como
las cuatro menos y cinco, como el chisme parecía indicar. La
rotura parecía afectar a algo más que a la maquinaria:
Era como si las saetas del reloj se hubieran descoyuntado por un sobre
esfuerzo, marcando una hora imposible.
Miré al cielo, para ver si las estrellas me podían
suministrar alguna indicación sobre la hora, pero como no estoy
muy familiarizado con la bóveda celeste, sólo pude
concluir que el cielo estaba despejado, y el firmamento, bello, estaba
presidido por la luna llena.
Anochecía en el valle.
-¿Vamos? –me invitó Eugène, abriendo la puerta del Golf.
Hasta pasado un buen rato no me pregunté cuándo y cómo habíamos salido del subterráneo.
Me sentía de nuevo estúpido.
No sabía ni cómo plantear la cuestión.
Como ella callaba, me concentré:
-¿Cómo hemos salido?¿Qué hora es?
-¡Hombre, por fin! –se reía descaradamente.
-La verdad –continuó ella- es que hubiera preferido volver
directamente al apartamento. Pero hubiera tenido que recoger el coche
mañana. Y son sólo unos minutos más.
-¿Tenemos prisa? –mi temor a sus habilidades
automovilísticas se manifestó, al no poder reaccionar con
lógica.
-No en realidad. Hemos ganado algo de tiempo, aprovechando la Máquina del tiempo.
-¿La qué?
-La que custodia Araxis. Él lo dijo ¿No lo oiste?
-Yo no sé latín –constaté con enfado.
-La Máquina es capaz de funcionar hacia el futuro, como todas, y
hacia un pasado limitado por su propia construcción. En este
caso la era cuaternaria, si nos fiamos de Araxis.
-¿Qué?
No sabía de qué estaba hablando. Me concentré en
reconstruir nuestra salida, y no encontraba nada en mi memoria. Lo
único grabado allí era Eugène tomándome la
mano mientras yo consultaba el reloj; de inmediato las estrellas, y
Eugène abriendo su coche.
Por más que me esforzaba, no recordaba nada más. Me
frotaba la mano, como si un leve picor, en el umbral de los sentidos,
la afectara.
La mano que ella me había tomado.
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