Sereira:
La mano de la diosa
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Sereira: La mano de la diosa / Elturiferario ©

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CAPITULO XL

Recepción 

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Tanto el paisaje como la situación resultaban asombrosos.

Trataré de situarme, punto por punto.
Quiero ser todo lo objetivo posible, aunque tengo que reconocer que el momento no era el apropiado para recopilar datos.
Intento al menos separar lo que creo que vi de lo que creo que imaginé.
Las lagunas, las incoherencias, se deben achacar a mi confusión mental, porque ahora creo firmemente que lo que sucedía era real, aunque pertenezca a otra realidad diferente de la nuestra, en la que caben la nuestra y algunas más...
(Pero no me quiero justificar más.
Yo lo creo.
A juicio de cada uno, a su sensibilidad, dejo el ser creído).
Estábamos, evidentemente, flotando en el aire, de pie sobre la pulida y resplandeciente loseta marcada con el símbolo V.
Eugène, que en ningún momento, que yo hubiera apreciado, había dejado de permanecer abrazada a mí, se había ahora situado a mi lado, sin cejar en el cercano contacto de pieles, y miraba al frente, al límpido cielo estrellado.
Ningún obstáculo impedía nuestra visión, porque estábamos bastante por encima de las más altas copas del jardín, que sentía a nuestros pies como un sordo rumor, aunque no intenté mirar hacia abajo.
El Anillo, el Anneau-Tournant, casi horizontal, estaba sin embargo un poco más elevado de nuestro lado, como marcando la inequívoca orientación que debiera tomar nuestra visión.
De momento, no se veía nada que no debiera estar allí: La luna llena, las brillantes estrellas, los lejanos sonidos nocturnos de la brisa sobre los árboles, algunos noctámbulos cazadores alados marcando con espaciados ululares su territorio cinegético...
No sé calcular la hora por la posición de los astros, pero la noche parecía avanzada.
Que nos acercábamos a alguna hora clave, a alguna conjunción de la tierra con la bóveda celeste, parecía sentirse en el ambiente, cargado de una expectante tensión.
El Anillo de piedra no estaba del todo estático.
Tenía un suave balanceo, como movido por una brisa inapreciable, y se inclinaba en suave pendiente hacia arriba y hacia abajo, como si buscara -movido por una inteligencia o un mecanismo programado- una posición concreta.
Imité a Eugène, que miraba alrededor, arriba y abajo, intentando orientarse. Yo, abajo, no miré mucho: Era lo menos interesante, lo más oscuro, y me producía vértigo confirmar que -en la vertical de la fuente del reloj- flotábamos a unos cincuenta metros de altura (Muy alto, quiero decir; no soy fiable en mis cálculos).
En cuanto a los alrededores, la única posición cómoda para nosotros, salvando la escasez de superficie bajo nuestros pies, era mirando sobre el centro del Anillo hacia el extremo opuesto, siguiendo la línea de la leve inclinación. El Anillo parecía estabilizarse sobre su posición, que él mismo parecía decidir, influenciado por no se sabía qué, y forzando nuestra posición, y nuestra visión, hacia una única posibilidad.
De hecho Eugène estuvo a punto de perder pie al intentar situarse mirando en el sentido contrario, ascendente, de la línea que el Anillo trazaba desde el cielo hasta el suelo.
Al engancharse a mí, para no caerse hacia atrás en su irreflexiva maniobra, estuvo a punto de arrastrarme. Peligroso experimento del que yo no veía la necesidad. Menos mal que ella pesaba poco. ¿Pesaba menos de lo habitual, me pregunté?
Sea como sea, me informó de que había podido ver que nos encontrábamos en línea con una especialmente brillante estrella -u objeto estelar, que nombró, pero yo no entendí- y un punto del suelo, a unos quinientos metros, mal calculados, de nuestra posición, a vuelo de pájaro aterrizando.
Según ella -aunque sólo tengo su palabra- su arriesgada maniobra se había debido a que había sentido como desde aquel punto del suelo había partido, velocísima, una señal lumínica en forma de rayo que necesariamente tenía como destino la estrella, o lo que fuera, que quizá, aventuró, no estaba antes allí; sobre esto sólo puedo dar fe de sus palabras.
Como fuera, y para intentar relajarme, tuve el reflejo automático de ir a consultar mi reloj, de nuevo, verificando, de nuevo, que aún estaba en la relojería, a reparar, y yo no había pasado a recogerlo.
Esta maniobra tuvo como consecuencia constatar que ambos, Eugène y yo, parecíamos desnudos, o que nuestros vestidos no se ajustaban a la moda del lugar, pero esto lo anoto como anecdótico, porque no me pareció relevante.
Lo que pasaba es que sentía la necesidad de hacer algo, u ocupar mi mente en algo, porque ahora sí estábamos absolutamente estáticos y expectantes, y el silencio era absoluto, y la sensación térmica nula, y allí no pasaba nada que yo fuera capaz de apreciar, nada se oía, nada se movía, y todo ello me producía una cierta impaciencia.
En algún momento que no consigo situar -quizá cuando Eugène estuvo a punto de perder pie- yo había enlazado su cintura en recíproco gesto con el suyo con lo que, al contraluz de la luna, y ligeritos de ropa, debíamos formar una curiosa escena de película de serie B.
Evidentemente, mi mente divagaba ante la forzada inactividad.
Eugène en cambio, frente a mi estúpida actitud, no apartaba la vista del negro punto del suelo desde donde pretendía que había partido el rayo que yo no vi, con concentrada atención.
De forma gradual, un grave y leve silbido nos indicó que finalmente algo sucedía a nuestra espalda. Antes de ser consciente de ello, Eugène me advirtió que no mirara hacia atrás lo que, lógicamente, provocó que yo volviera la cabeza un instante; un vistazo fugaz, porque ella me obligó, cariñosa pero firmemente, a mirar hacia delante.
Pude en ese instante ver que una línea de luz, perfectamente visible, que partía de aquella estrella (o lo que fuera), culminaba en un brillantísimo punto que se dirigía indudablemente hacia nosotros.
Asustado, pero inerme e incapaz de reaccionar, me concentré, como ella me dijo, en el suelo: Agaché la cabeza, quiero decir.
Mientras, en lenta gradación, el zumbido asociado al haz de luz, que ahora se hizo evidente, iba creciendo en volumen y frecuencia.
Antes de que el volumen se hiciera intolerable -ambos habíamos abierto instintivamente la boca alarmados ante esa posibilidad- su frecuencia superó el límite de lo audible, por suerte para nuestros tímpanos.
Apenas notamos un calor, no muy elevado, que nos rodeaba, y un resplandor blanco azulado que nos abarcaba a los dos y a todo el Anillo, cuando la luz superó nuestra posición estrechándose convergente hacia su centro, en dirección al suelo.
Su ritmo resultaba lento, y su trayectoria y cambios se apreciaban con gran nitidez: Me preguntaba qué estaría contemplando alguien que desde el suelo mirara casualmente hacia arriba, esperando contemplar el cielo estrellado...
Esperaba, con cierto pudor, que aquello no fuera posible.
Mientras, el vértice del cono lumínico del que nosotros formábamos la base, y que se distinguía por un brillo intenso, se alejaba hacia su objetivo, concentrado en una superficie cada vez menor.
De pronto, como en un estallido silencios de luces, los contornos del suelo se dibujaron en leve fosforescencia dentro de un amplio círculo que podría equivaler a la proyección de la burbuja luminosa donde el Anillo, Eugène y yo flotábamos.
La fuente de Venus se destacaba nítidamente dentro de este círculo.
Ese era, pues, el objetivo.
La Venus, en el centro de su octógono, de espaladas a nosotros, destacaba sobre cualquier otra cosa.
Supongo que coincidimos en pensar que se veía venir...
Supongo que -de palabra o en el sencillo intercambio de opiniones, que cada vez nos resultaba más fácil, hasta el punto de que yo a veces no lograba distinguir cuando hablábamos de cuando nos comunicábamos telepáticamente- nos intercambiamos esa información, a modo de comentario.
Parecía un momento crucial.
El Vértice Lumínico se dirigía, deslizándose de abajo arriba, a la espalda de la diosa, en cuyo desnudo hombro derecho se reflejaba con antelación al contacto.
Entonces sucedió algo inesperado, al menos para mí.
En aquella luz, clara pero débil, no había forma de distinguir el mármol de la carne: Nosotros podíamos parecer mármol, y ella podía semejar carne.
Por eso no resultó tan sorprendente como ver que, en gracioso y femenino gesto, la estatua giró hacia nosotros, por su derecha, hasta mostrarnos su espléndido busto desnudo, su faz, de sonrisa enigmática, sus ojos claros y brillantes y su recogido pelo trigueño.
Y, al levantar su brazo derecho, en señal de saludo, se desprendió de la túnica azulada que sostenía su mano izquierda sobre sus caderas, mostrando su grácil y esplendorosa desnudez.
Pero todos estos detalles nos eran mostrados con tanta precisión que solo cabía suponer que nos hubiéramos acercado, descendiendo hacia ella, o hubiera ella subido hacia nosotros sobre el rayo antigravitatorio.
La cercanía del suelo iluminado de la plaza hizo que descartáramos la segunda opción: Ella no había abandonado su pedestal y su fuente, su hogar.
Éramos pues nosotros los que, por su expresión, recibíamos la bienvenida.
(...)
Lentamente, su brazo derecho se iba alzando, aunque lo que mantenía nuestra atención era su cara, su expresión, que hablaba sin voz.
Sus ojos cambiaban de color, siempre brillantes, en coherencia con las variaciones de su tez y el tono de sus cabellos, y su rostro resultaba a veces absolutamente desconocido; pero otras, en lentos ciclos, la faz de alguien familiar, en rara mezcla de óvalos, miradas, expresiones, perfiles...
La mano alcanzó al fin tal posición que, al atravesar el círculo de la Luna llena, refractó sus plateados rayos.
La imagen de mi sueño se confundió con la actual visión, o bien seguía ahora soñando.
Cuando la mano de la diosa se elevó hasta interponerse con la Luna, los plateados rayos se escurrieron por entre el mármol de sus dedos, y la fractal compuesta por la refracción se expandió hasta abarcarnos en un ovillo de hebras luminosas cuyo centro  estaba en la palma de la mano de la diosa.
Pero algo sucedía con las proporciones:
Además de que nosotros -incluido el Anillo- estábamos al lado de Venus, frente a ella, de tamaño natural, al principio, cuando la tela de araña de rayos nos abarcó -y dado que podíamos ver sin dificultad la cara y la mano demasiado cercanas- sólo cabía  un acercamiento que yo no había percibido... o que la estatua viva había aumentado su tamaño, o que nosotros habíamos sido reducidos, en algún extraño proceso, al tamaño de la palma de su mano, que aunque veíamos de frente, vertical, parecía sostenernos.
Como el resto del paisaje nocturno había desaparecido, se había disuelto en la oscura nada, las proporciones no podían apreciarse por comparación, por lo que finalmente resultaba irrelevante el problema de los tamaños.
Parecíamos flotar sobre el Anillo en un lugar imposible de determinar, que se manifestaba como total oscuridad exterior, dentro de una esfera delimitada por una red de hilos luminosos que nacían de un punto externo –situado en la mano de Venus- y que avanzaban concentrados desde sus rosados dedos procedentes de un lejano punto del espacio, que pudo ser la Luna, pero que ahora quedaba fuera de nuestro campo de visión, desaparecida en la noche.
Los estrechos y densos rayos parecían seguir caprichosas trayectorias conformando la irregular superficie de la esfera donde se movían en sinuosos arcos de sentido cambiante que se cruzaban en esferoides formas aleatorias.
Estas trayectorias poseían, por otro lado, una extraña calidad sonora, musical, como una partitura elaborada por una antigua civilización perdida que hubiera llegado a conocer el concierto de los astros, la música que las esferas generan en sus desplazamientos. Me percaté de que yo alucinaba, víctima del asombroso espectáculo.
Perdidas definitivamente todas las referencias, aislados del entorno, con el yo debilitado, esperábamos no sabíamos qué.
Mis recuerdos, o intuiciones, no son completos. Como advertí, están llenos de lagunas, y además resultan aún complicados de describir, porque no se ajustan a una lógica humana, siendo difícil describir aquello que no se entiende.
Por otro lado algunos conocimientos, integrados ahora en mis recuerdos, pero sin huella del camino que habían seguido para afincarse allí, de alguna forma tranquilizaban mi espíritu, que de otro modo estaría sin duda alarmado.
Por ejemplo, se aclaraban algunas claves que -aunque en realidad carecían de importancia- aportaban coherencia a un conjunto claramente desquiciado, y la supuesta tranquilidad precisa al caso.
Supe, sin que nadie me lo explicitara,  o yo lo hubiera leído, o se me hubiera transmitido por cauces habituales, que el signo V del Anneau-Tournant sobre el que estábamos representaba los cinco dedos de la mano de la diosa. Aunque el conocimiento de tal detalle resultaba completamente inútil.
Supe también que, a la vez, era la “V” de Venus, la diosa que preside el amor, nacida de la espuma del mar...
Pero estos conocimientos espurios no aportaban nada a la situación, salvo la estúpida confianza del que cree saber dónde está.
También supe que Venus no poseía rostro propio: Es decir, los poseía todos.
Sabía que era la guardiana de la puerta, pero que su misión no era autorizar o impedir el paso:
Ni daba permiso, ni solicitaba autorización, aunque ella sabía quién debiera o no entrar.
Esto era lo que transmitía, como advertencia, en el umbral.
Ahora nos recibía a Eugène y a mí.
No como dos individuos, sino como una pareja de seres unidos avalada por el Anillo.
Y entonces tuve conciencia de que la diosa dudaba.
Y pensé, algo alarmado, que, conocida la naturaleza múltiple de Eugène que la aproximaba como ente a aquel extraño mundo, debía ser yo, por tanto, quien la hacía dudar.
Pero no conseguía explicarme la causa.
En un instante dentro de un espacio de tiempo indeterminado, tuve la sensación de un claro cambio de actitud en la faz de la Venus.
Sin duda se dirigía a mí, interrogándome.
La sospecha de que era yo la causa de su duda se confirmó.
Su interrogatorio, suave pero firme, no pretendía impedirme el paso, sino hacer que yo mismo pudiera tomar una decisión basada en los datos necesarios.
Busqué la ayuda de Eugène, pero su actitud no fue clara. La vi también dudar, y eso me resultó extraño.
Comprendí que ahora, ante la Venus, estaba sólo.
Pensé en retroceder, aunque no imaginaba cómo.
Pero en su lengua sin voz, la Venus, finalmente, me animó a continuar.
(...)
-¿Quién se presenta ante la puerta de Venus?
-Juan y Sereira –contestó Eugène.
-¿Qué desean Juan y Sereira?
-Traspasar el umbral del tiempo.
-¿Por qué desean traspasar el Umbral de los Tiempos?
-Para adquirir los conocimientos que allá se guardan.
-¿Estáis preparados para recibir el conocimiento del Tiempo y el Espacio?
Me pareció que Eugène tardaba en contestar más de lo normal.
De nuevo dudaba.
Estuve a punto de contestar en su lugar: ¡Por supuesto que no! Al menos, yo no.
Pero ella se adelanto a mi desesperado pensamiento.
-Sí. Estamos preparados.
¡Qué mentirosa!
Vi en los ojos de la diosa el reflejo de mis ojos, donde destacaban el asombro y la duda que me asaltaban.
Y la duda se materializó en una sombra.
Y era una sombra que no me resultaba desconocida.
Era una sombra que parecía acompañarme: era mi sombra.
Pero en un instante, cuando estaba a punto de descubrir su naturaleza, la sombra desapareció, o se ocultó.


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Juan Antonio Pizarro Martín ©